Capítulo 2: Un chantaje

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Un hombre alto, prematuramente envejecido, con un pelo lacio y cano retorcido en rizos desmañados, y que ocultaba su rostro con el embozo de la capa, caminaba con paso renqueante, apoyándose en su bastón, por un callejón oscuro del tercer anillo. Nadie habría dicho que esa persona era la de mayor rango de la ciudad de Gutenburgo. ¿Qué iba a hacer un noble paseándose por el Pasadizo, el barrio más peligroso de la ciudad? Y, sin embargo, así era.

En la penumbra del atardecer, caminaba con temor por la callejuela empedrada, que descendía retorciéndose como una culebra por la colina de tierra rojiza. El silencio sepulcral solo se veía turbado por el repiqueteo incesante de su bastón en el pavés. A ambos lados de la calle apenas se distinguían las siluetas de las casas de adobe unifamiliares, los grupos de cactus, arracimados de forma esporádica a su alrededor en una parodia de jardín, o los abrevaderos semivacíos de los camellos.

Tenía la sensación de que las sombras lo vigilaban, de que alguien lo perseguía. El miedo agarrotaba sus músculos.

El repentino aleteo de un murciélago del desierto lo sobresaltó. Sabía que merodeaban por los callejones al atardecer en busca del néctar de los cactus, pero aun así no pudo evitar que un estremecimiento de terror recorriera su cuerpo. El silencio gélido que envolvía la creciente oscuridad, apenas borrada por la débil luz de la luna en cuarto creciente, le helaba la sangre en las venas. Solo, sin escolta, era un blanco fácil para las hienas de la noche. No obstante, su terquedad no admitía vuelta atrás. Esperaba que el premio a su osadía le compensara con holgura.

Alcanzó el final de la cuesta, exhausto. Ante él se erguía una casa de adobe de dos plantas, cuya puerta, de roble macizo, estaba reforzada con remaches de hierro. Sin duda, había llegado a su destino, pues con absoluta seguridad no encontraría una puerta igual de lujosa en varios kilómetros a la redonda.

Levantó la aldaba de bronce en forma de camello con su mano derecha y golpeó dos veces con fuerza sobre una cabeza de clavo, algo picada ya por el reiterado uso. Nadie respondió a su llamada. Medio minuto más tarde volvió a dejar caer el camello tallado sobre el clavo, esta vez con más suavidad. La pesada puerta giró sobre sus goznes con un chirrido hasta dejar libre un estrecho resquicio, por el que se coló el noble como a hurtadillas.

En la casa de enfrente, escondidos, dos ojos lo observaban a través del visillo traslúcido de la ventana.

El interior de la casa estaba oscuro como la boca del lobo. El noble se dejó guiar por una mano huesuda que le oprimía la muñeca con la tenacidad de una cadena de hierro. Caminaron largo rato por un pasillo recto, o eso le pareció a él, si bien poco podía fiarse de sus ciegos sentidos en la total oscuridad reinante. El misterioso anfitrión se detuvo, liberó —para alivio del visitante— la tenaza del brazo durante unos segundos, levantó una pesada trampilla situada a ras del suelo y lo arrastró hacia una empinada escalera descendente. Se oyó un golpe sordo al cerrarse el portillo sobre sus cabezas.

El noble había perdido por completo cualquier noción del tiempo y del espacio; tras recorrer una infinidad de peldaños, no podía recordar cuántas veces habían subido y bajado, cuántas habían torcido a derecha e izquierda ni cuántas trampillas habían traspasado. Le temblaban las piernas, que a duras penas lo sostenían en pie; la intensa humedad del pasadizo se le había metido hasta los tuétanos, y comenzaba a notar que los pulmones le ardían.

Por fin su guía se detuvo. Escuchó el susurro de sus pasos sobre el suelo terroso al alejarse con lentitud.

—Le deseo una visita productiva —dijo con voz áspera.

Era la primera vez que le hablaba desde su llegada, tras lo cual cerró una puerta con violencia a su espalda, provocando un intenso eco que reverberó por las paredes de la gruta durante un buen rato.

Hijos del desiertoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora