Hermandad de la Luna Oculta (4)

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Era una noche de luna llena, tranquila y serena.

Los guerreros de largos bigotes grises y yelmos con cuernos, tiznados de azul, llegaron a Arbongo cuando todos dormían. Los centinelas dieron la voz de alarma haciendo sonar sus cuernos. Al momento, los defensores del poblado, vasallos del Señor del Arcoltán, salieron de sus cabañas sin armadura, pero enfundados en cotas de malla, las espadas en alto.

-¿Qué queréis? -preguntó el jefe de los defensores del poblado, un hombre de pelo blanco y rizado, montado en un brioso caballo.

-Rendíos y someteos a la justicia de los tetrarcas -le dijo el cabecilla de los atacantes, la alabarda al hombro-. El Señor del Arcoltán ha perdido la guerra y ha sido ajusticiado por traición al Pueblo Arborícola. Los tetrarcas ordenan la destrucción de este lugar maldito, mandan reducirlo a cenizas.

-¡Mientes! -contestó airado el guerrero de pelo blanco-. Solo queréis apoderaros del valioso mineral.

En menos tiempo del que se tarda en respirar, la alabarda del atacante voló por el aire y se clavó en la garganta de su interlocutor, que apenas pudo emitir un silencioso quejido. Su caballo, encabritado, huyó al galope, arrastrando por el suelo la cabeza del jinete, que colgaba de la silla como un pelele.

La batalla fue a muerte, cruenta y sanguinaria. Durante más de una hora, resonaron los mortales tintineos de las espadas y los escudos, los gritos salvajes de los guerreros, los relinchos desgarradores de los equinos. Regueros de sangre fluían por el poblado. Rodaban las cabezas. Yacían los caballos moribundos, los hombres y mujeres desmembrados.

Aunque los vasallos del Señor del Arcoltán lucharon con fiereza, diezmando en gran medida las tropas atacantes, sucumbieron sin remedio. Guerrearon hasta el final, incansables, aun cuando vieron inevitable la cruda derrota, y pelearon con bravura arborícola hasta que ninguno de ellos quedó con vida.

Y cuando la batalla terminó, llegó lo peor. Los enfervorizados guerreros, aún sedientos de sangre, cumplieron con despiadada frialdad sus órdenes. Ávidos de destrucción, lanzaron teas encendidas sobre las casas de madera, que ardieron al instante. Columnas de humo negro se alzaban como torres de desolación.

Después llegó la matanza. Persiguieron y asesinaron a sangre fría a los indefensos indígenas, que huían aterrorizados de la masacre. Unos pocos supervivientes lograron escapar y se refugiaron en el cerro, junto a Gunn, el de la pelliza negra. Le pidieron perdón y juraron fidelidad eterna a la Hermandad de la Luna Oculta. Desde aquel infausto día, temieron a la luna más que a la propia muerte.

El antepasado del Druida Índigo, sobreponiéndose a las arcadas que le provocaba la algarabía de gritos de espanto, dolor y agonía, que se mezclaba con los aterradores alaridos de los arborícolas, terminaba de escribir las últimas palabras en la hoja de papiro. Le temblaba el pulso, compelido por el miedo a sufrir súbitas convulsiones. Releyó las últimas líneas, de trazo borroso pero legible, y enrolló el papiro. Lo colocó con cuidado en el interior de un pequeño cofre negro, junto a otras tres láminas. Cerró la tapa y corrió el pasador por la armella de la cerradura.

Descendió con paso renqueante por la suave pendiente, todavía oculto entre la espesa maleza. Ya habían cesado los gritos; ya no se oía el trote de los caballos ni el crepitar del fuego. No le quedaba mucho tiempo. Pronto repararían en su ausencia. Al llegar a la linde del bosque, donde comenzaba el calvero junto al lago en el que se asentaba el poblado destruido, el druida se paró. Buscó un roble muy alto que descollaba por encima del resto. Cuando lo encontró, separó del tronco un trozo de corteza que ocultaba una oquedad y dejó el cofre en su interior, colocando después la tapa en su sitio.

Gracias a su fino oído, el druida había sido el primero en darse cuenta de la llegada de la mortal comitiva. Eso le había proporcionado el tiempo necesario para escabullirse entre la fronda y esconderse en su santuario, una pequeña choza en la que disfrutaba de solaz. Sabía que era el fin. Hacía tiempo que lo esperaba. Por eso había escrito unas pequeñas notas, en las que contaba la verdad sobre el poblado llamado Arbongo. Acabado el último capítulo, el más sangriento y cruel, había depositado su legado en el árbol, como quien lanza un mensaje en una botella.

El druida, aliviado, dejó atrás el sotobosque y regresó al poblado calcinado, dispuesto a morir con dignidad. ¿Acaso podía huir? Era viejo y estaba cansado. No llegaría lejos con sus piernas sarmentosas y le darían alcance con facilidad. Aun cuando consiguiera huir, ¿adónde iría? No podría volver al Pueblo Arborícola. Los tetrarcas deseaban borrar todo rastro del poblado y de su infamia, y él era un testigo peligroso. Además, deseaba la muerte, ya que se sentía culpable. Él había descubierto el poblado, él había llevado el arcoltán al Pueblo Arborícola, él había conducido a los guerreros hasta allí, él había abierto la caja de Pandora.

El guerrero que lo vio llegar apenas tardó un segundo en lanzarle un mangual, que le partió el cráneo al instante.

Concluida su sanguinaria labor, los guerreros cavaron una enorme fosa común, y allí enterraron los sangrantes cuerpos, aún calientes, los caballos muertos y los restos carbonizados del poblado. Cuando se fueron, era como si Arbongo jamás hubiera existido. Había sido borrado del mapa.

Hijos del desiertoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora