-Tengo muy mala memoria, señora sacerdotisa -dijo el hombre, un individuo achaparrado de feo aspecto, gordo y desaliñado, en cuyo rostro crecía una barba desgreñada y sucia, y que apestaba a aguardiente-. Pero que muy mala. Es un defecto que heredé de mi señora madre, en paz descanse, que las dunas perdonen sus pecados. Y los míos de paso, que son muchos. ¡Je, je, je!
Al reírse, mostró una dentadura llena de agujeros y dientes mellados, algunos de los cuales estaban negros. Beatriz de Arana, sin inmutarse, clavó en él la mirada helada de sus ojos verdes. Iba a necesitar tener algo de paciencia, pero eso era algo que las sacedunisas poseían a raudales. Extrajo un saquito de cuero del interior de su hábito escarlata y la lanzó a las manos del hombre, quien la abrió con avidez y comenzó a contar las monedas que había dentro.
-Señora sacerdotisa -dijo rascándose la barba-, creo que los recuerdos empiezan a regresar a mi embotada mente. Sin embargo, dibujar un rostro es una cosa realmente complicada, debe usted de saberlo, sin duda. Y más de una persona a la que no he visto en muchos años. Uno tiene que hacerse una imagen en la retina lo más nítida posible, imaginarse todos los rasgos. ¿Me comprende? -el individuo apuró de un trago la copa de cobre que sostenía. Se limpió la boca con la manga de su camisa mugrienta sin dejar de mirar la abultada barriga de Beatriz-. Y no es que a mí me interese la guita, que Set me ampare, pero escuchar el tintineo de cincuenta imperios más quizá reavivaría mi terca memoria.
Beatriz, que conocía bien el precio de las transacciones del mezquino usurero, le lanzó un segundo saquito. Ella sabía que aquel hombre grotesco era incapaz de dibujar un rostro, aunque lo tuviera delante de sus narices posando para él. Quizá, ni siquiera hubiera visto al Hombre Topo en toda su vida, aunque él afirmara que había sido un brigadista al mando de su abuelo. Aparte de sisar, mercadear, usurar y estafar, apenas contaba con más habilidades prácticas. Sin embargo, si ya en una ocasión le había proporcionado un dibujo único e irrepetible del Niño Topo y su abuelo, una joya que valía su precio en oro, como él le había dicho, estaba segura de que podría hacerlo más veces. Por supuesto, el usurero había negado rotundamente que dispusiera de más copias, pero se había mostrado dispuesto a intentar dibujar él mismo el rostro del niño.
Para hacer la farsa más creíble, Beatriz le tendió un carboncillo y una hoja de papel. Había tenido cuidado de que fuera una hoja similar a la que el tipejo le había vendido semanas atrás con el dibujo del Niño Topo y su abuelo, y que había sido robada.
-No tan deprisa, señora -dijo moqueando-. Un artista necesita soledad y tranquilidad, así que tendrá que esperar fuera. Además, nada de pasma. Quiero que el tipo de pardo y la dunerva se alejen de aquí por donde han venido.
Que aquel desgraciado intentara torearla no le producía ninguna emoción a Beatriz. Lo único que a ella le importaba era el éxito de la misión. Si fuera necesario para la consecución de sus fines, no dudaría en romperle la crisma y arrasar la chabola hasta encontrar otras copias del dibujo, que sin ninguna duda debía de tener escondidas en algún sórdido agujero, pero su educación de sacedunisa la obligaba a intentar primero la negociación.
-Volveré en una hora -dijo con voz neutra y sin mostrar malestar alguno por la insolencia del dunervo-. ¿Será suficiente?
-Sin duda, mi señora -contestó él, mostrando una fila de dientes ennegrecidos-. Mis dedos volarán ágiles sobre el papel.
**
-¡Maldita humedad! -se quejó el hombre de barba blanca que guiaba la hilera de porteadores. Aunque no hacía mucho frío en los túneles, llevaba puesta una gruesa pelliza, bufanda y gorro-. Te cala hasta los tuétanos, la muy puerca. ¡Por todos los cactus!
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Hijos del desierto
Science Fiction¿Te imaginas un mundo futuro desértico, azotado periódicamente por inundaciones de hojas? ¿Te imaginas un imperio del futuro, más atrasado tecnológicamente, en el que los árboles y las plantas son odiados, pero en el que sobrevive una isla de verdor...