El taconeo de las pesadas botas de Renée el Bretón resonaba cada vez más cercano a medida que el noble subía por la escalera de piedra. Wallace cayó de espaldas al ponerse los pantalones a toda prisa. Corrió al fondo del dormitorio, la espalda desnuda cubierta solo por el haz negro de sus largos cabellos. Tironeó de una manija empotrada en la pared de piedra. ¡Toc, toc, toc! El ruido de pasos reverberaba en la sala, insistente, amenazador.
—¡Date prisa! Ya está aquí —le apremió Urraca, al tiempo que le lanzaba la camisa y las botas.
Al fin, la manija giró con un chirrido. Wallace tiró de ella, abriendo la trampilla camuflada, y volvió a colocar la piedra que ocultaba la palanca en su sitio. El ruido de pasos había cesado, sustituido por el violento portazo de las puertas de la alcoba al chocar contra las paredes. Renée el Bretón atravesaba ya el corredor del vestíbulo cuando Wallace se escurrió en el interior del túnel, cerrando el ventanuco tras él.
—¡Uf! Por poco —respiró aliviado.
Cuando el noble se plantó delante de la cama con dosel, Urraca se desperezaba indolente, bostezando, los brazos estirados, arrebujada en sábanas de seda. Por dentro, en cambio, su corazón palpitaba a mil por hora. Renée arrancó las sábanas de un tirón y las lanzó al suelo. El contorno de Bretaña, cincelado en su altivo rostro, refulgía. A pesar de su ferocidad, era un hombre bien parecido y atractivo.
—¿Sabes qué hora es, insensata?
Urraca Gutenberg se acurrucó en el lecho, asustada.
—¿No te he explicado bien claro tus obligaciones? ¿Te crees una noble de verdad? Pues no, eres una bastarda, aunque oficialmente ahora seas noble. ¿Te crees mi esposa de verdad? Que se te meta en tu cabezota que eres una concubina igual que las demás, aunque duermas entre brocados. En privado, no necesito guardar las apariencias.
—Sí, Renée —balbució.
—¿Qué has dicho? ¿Acaso no te han estado instruyendo todas estas semanas las otras concubinas?
—Sí, mi señor —corrigió ella.
—Vístete. Tengo trabajo para ti.
Urraca, ocultándose tras un biombo, se puso un vestido de color crema algo escotado, con cordones de seda prendidos a lo largo de la cintura. Por encima, cubriendo la espalda y el cuello, se colocó un chal de algodón. Completó su atuendo con un collar de perlas y sendos brazaletes con zafiros engastados. Por supuesto, nunca llevaba pendientes, al faltarle el lóbulo de la oreja derecha. A pesar de su agitación, su mirada era dulce, coqueta, cándida.
—Debo reconocer que estás espléndida y tienes buen gusto en el vestir, a pesar de tu origen dunervo. Es una lástima que seas quien eres.
Renée se había arrepentido demasiado tarde de su decisión. Había accedido a los esponsales por razones de estrategia política. Ya era famoso por tener la central de energía más moderna del Imperio, y por contar con el técnico inventor de la tecnología para extraer energía del desierto, Crutchick. Erróneamente, había calculado que estar casado con la hija del inventor del papeluretano le daría más réditos políticos. Sin embargo, ahora que Gutenberg se pudría en la Dunastilla, de donde saldría solo con los pies por delante, sus planes se habían arruinado. En realidad, aun conociendo la difícil posición del Vampiro, nunca creyó que lo detendrían.
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Hijos del desierto
Science Fiction¿Te imaginas un mundo futuro desértico, azotado periódicamente por inundaciones de hojas? ¿Te imaginas un imperio del futuro, más atrasado tecnológicamente, en el que los árboles y las plantas son odiados, pero en el que sobrevive una isla de verdor...