Capítulo 20: Fin de la investigación

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Llovía con fuerza. Las gotas golpeteaban con

insistencia el tejado de paja de la cabaña, mojaban las hojas verdes

de los siete álamos que la protegían. Se oyó un graznido, seguido

de un rápido aleteo. El Guardián de los Siete Álamos levantó el

vuelo en busca de una rama más guarecida.

La capitana de Luna llevaba puesta una túnica

verde de rayón a juego con la melena que lamía su hombro derecho.

Un cinturón de cuero con hebilla dorada oprimía su delgado talle. A

su lado, el arbocil Ortiagón chasqueaba los dientes, inquieto.

Tosió.

-Menuda

peste -dijo tapándose la nariz con la mano-. ¿Cuánto hace que

no limpian aquí? No te extrañe que nos encontremos con el fiambre

del Druida Rojo en estado de descomposición. Tanto tiempo sin

aparecer...

El arpitán se calló al sentir la dura mirada

del Druida Índigo, que lo observaba, ceñudo, desde la entrada. Muy

a su pesar, el druida había dado autorización para que los dos

policías inspeccionaran la cabaña del Druida Rojo. Él lo sentía

como una profanación de un lugar sagrado. Las moradas de los grandes

druidas del Consejo de Siete eran inviolables. Por supuesto, los

había conducido hasta allí con los ojos vendados, y con la única

esperanza de que la capitana encontrara pruebas exculpatorias del

terrible crimen del que era sospechosa la druidesa Camma. El oprobio,

la ignominia y el descrédito caerían sobre el Pueblo Arborícola

como una losa de demostrarse la culpabilidad de la joven arb. No

había, no podía haber asesinos entre los arborícolas. ¡Y mucho

menos entre los druidas!

El interior de la cabaña estaba más

polvoriento y maloliente que dos meses atrás, cuando Synórix la

había allanado. Había sido la última persona en hollar el suelo de

la cabaña. Allí seguían los cristales del espejo reventado por el

chantajista, esparcidos por el suelo de piedra pulida. Allí estaban

los aperos de labranza, las ollas, las marmitas, las horcas, los

bieldos, las hoces, las varitas de álamo, los sacos llenos de

hierbas y semillas, diseminados en desorden por el habitáculo. Y

allí seguía la cortina que dividía en dos la cabaña, descorrida,

tal y como la había dejado el agente imperial.

Eva arrugó la nariz. Pisó el suelo de roble

del laboratorio del Druida Rojo, donde imperaba un orden meticuloso,

solo mancillado por la pátina de tierra y polvo que lo cubría todo.

Semejante estado de abandono evidenciaba que el druida hacía mucho

Hijos del desiertoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora