Llovía con fuerza. Las gotas golpeteaban con
insistencia el tejado de paja de la cabaña, mojaban las hojas verdes
de los siete álamos que la protegían. Se oyó un graznido, seguido
de un rápido aleteo. El Guardián de los Siete Álamos levantó el
vuelo en busca de una rama más guarecida.
La capitana de Luna llevaba puesta una túnica
verde de rayón a juego con la melena que lamía su hombro derecho.
Un cinturón de cuero con hebilla dorada oprimía su delgado talle. A
su lado, el arbocil Ortiagón chasqueaba los dientes, inquieto.
Tosió.
-Menuda
peste -dijo tapándose la nariz con la mano-. ¿Cuánto hace que
no limpian aquí? No te extrañe que nos encontremos con el fiambre
del Druida Rojo en estado de descomposición. Tanto tiempo sin
aparecer...
El arpitán se calló al sentir la dura mirada
del Druida Índigo, que lo observaba, ceñudo, desde la entrada. Muy
a su pesar, el druida había dado autorización para que los dos
policías inspeccionaran la cabaña del Druida Rojo. Él lo sentía
como una profanación de un lugar sagrado. Las moradas de los grandes
druidas del Consejo de Siete eran inviolables. Por supuesto, los
había conducido hasta allí con los ojos vendados, y con la única
esperanza de que la capitana encontrara pruebas exculpatorias del
terrible crimen del que era sospechosa la druidesa Camma. El oprobio,
la ignominia y el descrédito caerían sobre el Pueblo Arborícola
como una losa de demostrarse la culpabilidad de la joven arb. No
había, no podía haber asesinos entre los arborícolas. ¡Y mucho
menos entre los druidas!
El interior de la cabaña estaba más
polvoriento y maloliente que dos meses atrás, cuando Synórix la
había allanado. Había sido la última persona en hollar el suelo de
la cabaña. Allí seguían los cristales del espejo reventado por el
chantajista, esparcidos por el suelo de piedra pulida. Allí estaban
los aperos de labranza, las ollas, las marmitas, las horcas, los
bieldos, las hoces, las varitas de álamo, los sacos llenos de
hierbas y semillas, diseminados en desorden por el habitáculo. Y
allí seguía la cortina que dividía en dos la cabaña, descorrida,
tal y como la había dejado el agente imperial.
Eva arrugó la nariz. Pisó el suelo de roble
del laboratorio del Druida Rojo, donde imperaba un orden meticuloso,
solo mancillado por la pátina de tierra y polvo que lo cubría todo.
Semejante estado de abandono evidenciaba que el druida hacía mucho
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Hijos del desierto
Science Fiction¿Te imaginas un mundo futuro desértico, azotado periódicamente por inundaciones de hojas? ¿Te imaginas un imperio del futuro, más atrasado tecnológicamente, en el que los árboles y las plantas son odiados, pero en el que sobrevive una isla de verdor...