Capítulo 4: Dos reuniones

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Las brumas abrazaban el Palacio Imperial, lamían sus muros impenetrables, se enroscaban en los chapiteles formando zarcillos de plata que invadían de forma descarada las imperiales alcobas. Solo una de las treinta y siete torres que despuntaban del palacio, aquélla que marcaba la cúspide en el centro de una pirámide simétrica, sobresalía por encima de la niebla. El resto permanecía sumergido en un mar blanquecino, un espeso torrente argénteo que anegaba desde el alba el anillo noble de Imperburgo.

Por eso, cuando Raúl de Talavera se presentó ante la puerta de hierro forjado que custodiaba el palacio, apenas podía ver nada que estuviera a más de dos metros delante de sus narices. No pudo disfrutar del frontispicio decorado en estilo clásico, de sus imponentes columnas rematadas en capiteles jónicos, del gablete triangular rodeado de gárgolas y zopilotes alados esculpidos en la piedra. Tampoco veía los guardas armados que vigilaban la entrada desde el adarve, aunque bien sabía dónde se encontraban.

Arrebujado en su capa de lana negra para protegerse de la humedad, el arma ceñida al cinto, los dientes castañeando, extrajo del bolsillo interior sus credenciales, que mostró al hierático guarda con impaciencia al tiempo que depositaba su arma sobre el mostrador. Tras comprobar los datos biométricos del visitante, el fornido guarda, de considerable altura, tez pálida, anchos hombros y desarrollada musculatura —como correspondía a un miembro de la Guardia Vikinga Imperial— se cuadró sin variar un ápice su fría mirada mientras escondía el arma dentro de su garita. A pesar de la muestra de respeto ofrecida, su compañero, parapetado tras un cristal de seguridad, no dejaba de apuntarle a la testa con nerviosismo. Raúl se fijó en las cuatro largas trenzas rubias que escapaban por debajo del casco, decorado con dos astas de ciervo de corta longitud. “Un novato”, masculló entre dientes.

El guarda se ajustó su capa blanca, decorada con el blasón del Imperio, extrajo de su faltriquera una enorme llave oxidada y abrió la cancela que daba paso al primer quinto del laberinto que conducía a la torre principal de palacio. Sin mirarle a la cara, le indicó a Raúl con un gesto frío que lo siguiera. Cinco minutos más tarde llegarían a la caseta de la siguiente pareja de guardas, quienes conocían los secretos de la segunda pieza del puzle. Veinticinco minutos más tarde, el agente se encontraría en la entrada de la Torre Negra, el centro neurálgico del Imperio, la morada del altísimo emperador Augusto III.

Se internaron en un laberinto de pasillos ricamente decorados. No había ninguna pared lisa, todas habían sido pintadas por el ilustre y archifamoso Adelardo Boticcelli. En cada encrucijada, el camino se bifurcaba en nueve pasillos indistinguibles, dando lugar a cientos de posibles ramas, de las cuales tan solo unas pocas conducían a alguna de las torres. El resto terminaban en callejones sin salida, o incluso en alguna trampa de la que ya no se podía salir sin ayuda. Cada cruce de caminos consistía en un círculo perfecto del cual partían diez pasillos idénticos, dispuestos en simetría perfecta, y pintados por el gran Boticcelli con tal maestría que eran indistinguibles al ojo humano. Tan solo un detalle imperceptible permitía saber dónde se encontraban las salidas correctas.

El paseo, gobernado por un silencio sepulcral, había transcurrido sin incidentes cuando tomó el testigo el quinto y último guarda vikingo. En ese momento Raúl se encontró con una sorpresa inesperada. A su espalda resonaron pasos. Una voz conocida invadió sus conductos auditivos.

—¡Vaya! ¡Qué ilustre visitante!

Tardó unos segundos en reconocer la voz. Al volverse se encontró con la imponente figura de Jaime de Torquemada, quien estaba envuelto en su capa amarilla, blasonada con el enigmático rostro sin cejas, rodeado de brumas oscuras y amenazantes, de Juan de Torquemada, antepasado del sumo sacerdote y fundador de la casa Torquemada y de la Hermandad Dorada. Vestía un hábito amarillo, decorado a la altura del pecho con un triángulo isósceles, el austero símbolo de la Hermandad Dorada, cíngulo, alzacuello de color marrón claro y bonete bermejo. Sus ojos negros, que lo observaban desde las alturas, brillaban; su boca se curvaba con un deje burlón, con aire de triunfo. A Raúl aquel rostro sin cejas y lleno de arrugas le daba escalofríos.

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