Capítulo 8: El águila y el lobo

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Pasaron varios días en los que apenas salí de mi habitación más que para ir al pabellón a comer. Los demás Rahsans parecían ir acostumbrándose poco a poco a mí y dejaron de prestarme atención cada vez que entraba al comedor, cosa que me relajó bastante. Era muy incómodo que me miraban de esa forma inquisitoria mientras caminaba o comía. Tenía la sensación de que si me caía por el pasillo entre las mesas o me manchaba comiendo, todos me señalarían.

La mayor parte del tiempo lo pasé con Tyyne, que trataba de enseñarme algunas palabras más; a su vez, yo la ayudaba a mejorar su español para que pudiéramos comunicarnos mejor. No había visto a Aleksi más que de lejos y ni siquiera traté de detenerlo para hablar con él. Algo me decía que no era una buena ocasión.

Durante todo ese tiempo, aparté de mi mente todos los recuerdos de mi familia. En ese momento, mi peor enemigo era el tiempo libre, todo el tiempo en el que no hacía nada y mi mente vagaba libre. A sabiendas de que no lograría nada ahogándome en mis recuerdos, decidí guardar todo lo que me recordara a esa época.

Esa mañana me había despertado a la madrugada. Era tan pronto que el cielo todavía era oscuro y en mi habitación se filtraban los restos de luz lunar por entre las pesadas cortinas. Me quedé unos instantes contemplando el balcón por un resquicio, embobada hasta que, de repente, mi mente reaccionó.

Estaba sola, así que decidí hacer lo que había estado postergando demasiado tiempo.

Me puse los zapatos de raso, me envolví en un batín y me dirigí hacia el armario. Allí, Tyyne había guardado en uno de los cajones mi antigua ropa. Estaba metida dentro de una bolsa y al sacarla no pude evitar mirar hacia el interior del armario donde estaban colgados los nuevos vestidos que había recibido esa misma mañana. Acaricié las pesadas y caras telas, suaves entre mis dedos, y después dirigí los ojos de nuevo hacia aquel pantalón lleno de barro, la camiseta sudada, las zapatillas destrozadas.

Suspiré y cerré el armario antes de dirigirme hacia el baño y llenar el lavamanos de agua. Era una tontería lavar la ropa, lo sabía, pero sentía que debía hacerlo, aunque no terminaba de entender la razón por la que debía hacerlo. Como todo lo que me pasaba en aquel mundo, era extraño. Esas dos palabras se estaban convirtiendo en la banda sonora de mi vida y eso me asustaba.

―Deja de pensar en ello por un rato ―me reprendí a mí misma mientras frotaba con furia y rabia para quitar el barro seco de los pantalones. El agua de la pileta estaba ya de un tono marrón gris bastante asqueroso, así que quité el tapón y volví a llenarla de agua. Repetí el mismo proceso una y otra vez. Froté la ropa con la misma rabia, deseando que aquellas manchas que quitaba fueran todos mis problemas y preocupaciones.

Al terminar, me sentía exhausta pero a la vez contenta. Escurrí y tendí la ropa en el toallero y salí del baño restregándome las manos de tanto frotar. Al salir, descubrí que Tyyne acababa de entrar y estaba cerrando la puerta tras ella. Ambos nos detuvimos y nos miramos desde la distancia antes de que yo apartara los ojos y contemplara las ventanas. Ya había amanecido. ¿Cuánto tiempo había estado lavando la ropa?

Bratdall, Tyyne ―la saludé por fin antes de dejarme caer encima del colchón con un suspiro.

―¿Qué hacías? ―Tyyne hablaba cada vez mejor y las palabras le salían con más facilidad.

―Ser una tonta.

―¿Tonta? ―preguntó. La contemplé de reojo y vi que se había acercado a los pies de la cama y tenía el rostro contraído en una mueca de desconcierto.

Explicar palabras con gestos era difícil, o al menos a mí me lo parecía. Busqué una forma, pero en ese momento mi cabeza no quería funcionar y me quedé en blanco.

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