Capítulo 29: La Fiesta de las Luces II

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La cena había terminado y la mitad del grupo ya estaba tan borracho que dudaba seriamente que pudieran levantarse. Uno de los gemelos ―me iba a morir sin ser capaz de distinguirlos―, estaba roncando con la cabeza apoyada en la mesa de madera, con un charco de saliva y cerveza bajo su boca. Había perdido de visto al resto del grupo hacía tiempo. Sylvia había desaparecido poco después de llegar al sitio e Ilkka tampoco había tardado mucho en marcharse. No los echaba de menos.

Roni se había ido hacía como unos quince minutos y desde entonces, yo estaba sentada en uno de los bancos acolchados que rodeaban las mesas, anclados a las paredes, esperando. No conocía a nadie más de los que estaban allí y ni siquiera me planteaba la idea de acercarme a ellos. Algunos me miraban de reojo y se reían o cuchicheaban entre ellos; el alcohol los había vuelto curiosos, groseros y, la verdad, lo último que quería era saber de qué hablaban porque estaba segura de que sería algo desagradable.

Yo apenas había bebido durante la cena. Sentía que, si lo hacía, perdería el control y no quería hacer daño a nadie. Además, no me había parecido una buena idea estando rodeada de tanta gente; quien fuera que intentaba secuestrarme seguía ahí afuera y sus secuaces podrían estar en cualquier parte, esperando...

Sacudí la cabeza. ¿Por qué tenía que tener siempre esos pensamientos?, ¿por qué no podía pensar en... no sé, flores y nubes con forma de ovejita?

Me aburría sin nada que hacer y estaba harta de las risitas cada vez más borrachas de quienes me rodeaban, así que decidí levantarme e ir a buscar a Roni. Por lo menos con él no me sentía como un bicho de feria.

Sorteé los cuerpos tirados en el suelo, tan borrachos que habían caído a plomo y todos se habían olvidado de ellos, y me adentré en el interior del restaurante o de lo que fuera eso. Era un lugar un poco extraño. En una terraza cubierta y acristalada, estaban las mesas y bancos en los que habían cenado, todo iluminado por las velas que todavía ardían en los candelabros.

Un arco los separaba de un vestíbulo de madera con varias puertas. Una de ellas estaba siempre abierta y llevaba a unas escaleras estrechas y mal iluminadas, todo lo contrario al resto de estancias.

―Por ahí se va a las habitaciones que hay en el segundo piso ―me había explicado Roni cuando, al llegar, me había quedado mirando las escaleras con cara de tonta.

―¿Habitaciones? ¿Pero esto no es un restaurante?

―Sí, pero también tiene habitaciones. ¿Nunca habías estado en un lugar así? ―había inquirido Roni, con el ceño fruncido por la curiosidad.

Yo había negado con la cabeza y después había cambiado el tema de conversación a toda velocidad. Si se dio cuenta del cambio brusco, Roni no dijo nada.

Me dirigí a las escaleras y subí tanteando con las manos las paredes. No había barandilla (de todas formas, no habría cabido en aquel espacio tan reducido), así que tuve que ir ascendiendo los peldaños estrechos y algo desnivelados con mucho cuidado. Si me tropezaba, caería rodando y no quería seguir siendo el centro de todas las risas de la noche.

Al fin, llegué al piso superior después de subir no-sé-cuántos escalones y de temer por mi vida unas cuantas veces. El lugar no estaba muy iluminado; en realidad, estaba sumido en la penumbra y me tenía que esforzar para poder ver algo más aparte de sombras y contornos difusos. Sabía que estaba en un estrecho y asfixiante pasillo y veía las formas de las puertas que se distribuían a ambos lados. Hacía mucho calor. Olía al humo de las chimeneas, a incienso y a sudor; la combinación hacía que me lagrimearan los ojos y me picara la garganta. Tosí de la forma más disimulada posible, escondiendo el rostro en el antebrazo; escuchaba sonidos de detrás de las puertas y quería enterarme.

Rojo y OroDonde viven las historias. Descúbrelo ahora