Capítulo 1

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Pese a su orgullo, Elena tenía que admitir que, de no ser por su brújula, no habría tardado mucho en perderse. Ya llevaba unas horas deambulando por aquella ciudad, pero aún seguía asombrada: comparado con Secelia, el pueblo en el que había vivido toda su vida, aquel sitio era enorme.

Los edificios tenían tantos pisos que Elena era incapaz de contarlos, a pesar de que el cuello estaba empezando a dolerle de tanto mirar hacia ellos. No es que estuvieran en muy buen estado: los bloques que no estaban ya medio derruidos parecían a punto de venirse abajo y, en todos ellos, a través de las ventanas rotas -que eran la mayoría- los pájaros salían y entraban en los apartamentos con un hipnótico vuelo. En la calle había suciedad, barro de algún día que llovió y montones de cachivaches destartalados que ya no debían servir para quienes los dejaron allí.

A Elena le parecía un paisaje precioso.

Había decidido pararse a descansar en un banco de piedra que había en una de las pequeñas plazas de la ciudad. En cuanto se sentó, notó cómo todo el cansancio acumulado llegaba de golpe a su cuerpo. Sus piernas, tullidas y delgadas, empezaron a temblar, y enseguida empezó a notar cómo se le subían los gemelos, aunque no pudo hacer más que morderse el labio y esperar hasta que el dolor empezó a menguar.

Se secó el sudor de la frente con el dorso de la mano. El calor del Sol era implacable, y su pelo, a la altura del ombligo y de un negro puro, parecía querer absorber hasta el último rayo que el astro pudiera emitir. Se lo sacudió un poco, intentando quitarle el polvo que tenía, aunque sin éxito, y se lo recogió con el pañuelo azul descolorido que siempre llevaba en la muñeca.

Mientras tanto, los habitantes de la ciudad iban de aquí para allá, paseaban charlando por la plaza, entraban en sus casas o rebuscaban entre la basura. Todos iban vestidos con ropa sucia y roída, con la misma ropa pobre que llevaba Elena.

Volvió a descolgarse su mochila verde para sacar una botella de agua. Se mojó los labios y miró el recipiente haciendo una mueca. Sólo quedaban dos dedos, pero al menos ya estaba en la ciudad.

Calculó que había estado unas catorce horas caminando desde que salió de Secelia. El viaje no había sido precisamente fácil. La culpa ya la había estado atormentando mientras preparaba el plan, pero ahora que lo estaba llevando a cabo, se sentía mucho peor. «No me queda otra», se recordaba continuamente para consolarse, pero la inquietud seguía sin desaparecer.

El clima tampoco es que ayudara mucho. Aunque había partido de madrugada, el Sol no había tardado en salir, y había estado azotándola durante más de la mitad del recorrido.

Por el camino no había encontrado nada con lo que refugiarse. Por donde quiera que fuera, todo era un desierto: una carretera y tierra seca a uno y otro lado. Un paisaje que, de no haber sido una autopista con varios carriles, podría haberse confundido con la Ruta 66 que conecta Chicago y Los Ángeles, si bien se distanciaba mucho de serlo.

Esa zona había sido nombrada parque natural muchos años atrás, antes de que el cambio climático empezara a destrozar el mundo que hoy conocemos. Donde ahora había polvo, antes había hierba, bosque, río y fauna. En ese lugar habían convivido cientos de especies diferentes, desde la más pequeña hormiga, hasta el enorme oso. Los árboles llegaban hasta las nubes y sus troncos estaban recubiertos de musgo, el cual los revestía y embellecía aún más.

Pero ahora sólo quedaba eso, una carretera y arena a uno y otro lado hasta llegar a Curmia, aquella ciudad que había cautivado a Elena desde el primer momento.

Guardó de nuevo la botella junto con el resto de sus pertenencias: algunas provisiones, un par de conjuntos de ropa y una brújula. Era un equipaje bastante ligero, teniendo en cuenta que su intención era no volver a casa nunca más, pero confiaba en sus habilidades para abastecerse.

Metrópoli (BORRADOR)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora