Capítulo 17

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Los siguientes diez minutos los dedicaron a alejarse lo máximo posible sin articular una palabra. La multitud tampoco volvió a acumularse alrededor del cadáver, y si es que había alguien que se atreviera a echar un vistazo, se iba corriendo en cuanto hubo comprobado su deplorable aspecto.

—Ni siquiera va a ser enterrado como Dios manda —comentó Elena mientras caminaban—. Qué triste...

—¿Lo vas a enterrar tú? —levantó una ceja el Ratón.

—No —contestó, sintiendo cómo el hombre le seguía estrangulando las manos mientras agonizaba.

Acabaron sentándose en uno de los muchos recovecos que formaban los portales del pueblo y que los protegía un poco del calor. Cada vez que Elena cerraba un poco los ojos, todo lo que veía en la pantalla de sus párpados cerrados era la carne rosada y quemada, y sólo podía pensar en lo poco que había faltado para que ellos hubieran acabado de la misma forma el día anterior. Cuando los abría, seguía viendo el rojo en las manchas de sangre que habían quedado en sus piernas y sus zapatos después de arrodillarse junto al hombre.

—Es que no es justo —soltó Elena, apretando los dientes.

—Bueno, eso es relativo —repuso Hugo—. Quién sabe, a lo mejor era una persona horrible.

—Estar tranquilo en tu casa, salir a la calle, que te bombardee quién sabe quién, perder a tus seres queridos, tener que huir y vagar como un zombi durante kilómetros... y todo para morir rodeado de personas que te miran como a un mono de feria —Elena hizo un mohín—. Ese hombre tendría que haber hecho cosas demasiado horribles como para merecer algo así.

El Ratón asintió con lentitud, consciente de que compartía parte de la historia con aquel hombre.

—¿De dónde creéis que era?

—No de muy lejos —respondió Ricky—. Es imposible que haya podido avanzar mucho estando así.

—¿Crees que harán lo mismo aquí también? —le preguntó ella, inquieta.

—Mm... No lo sé. Puede ser.

—¿Y qué hacemos? ¿Volvemos a huir?

La irritación de Hugo era comprensible. Elena también estaba cansada de tener que deambular de un sitio a otro sin saber qué esperar. Sentía que no tenía ningún control sobre lo que estaba haciendo, y eso la estaba sacando de sus casillas.

—Bueno, no parece que tengamos muchas opciones —dijo, aún así, con pesadumbre—. El problema vuelve a ser adónde. Manu, ¿tú conoces algún...? ¡Manu!

El niño, por prudencia o debilidad, no había vuelto a quejarse desde su ataque de tos en el parque, y entre eso y el jaleo del moribundo, ninguno se había dado cuenta de lo mucho que le había afectado el esfuerzo de jugar al béisbol. Sin apenas color en la piel ni en los labios, el niño volvía a tener el mal aspecto de la noche anterior, si es que no estaba peor.

—¿Eh? —balbuceó.

—Apóyate en la pared —Hugo actuó con rapidez y, volviendo a sacar las dotes de enfermero que ya había visto Elena, ayudó a Manu a hacer lo que le había dicho.

—Recoged las cosas, tenemos que llevarlo con su hermana antes de que se ponga peor —decidió Elena.

—No... no... —siguió farfullando Manu.

—¿No? ¿Por qué no?

—¡Eh! ¡No te duermas! —Ricky le dio palmadas en la cara, pero el niño acabó por perder la conciencia.

Los tres se miraron entre ellos. Pese al poco tiempo que conocían a Manu, estaban realmente preocupados por él, pero si querían ayudarlo tendrían que hacerlo rápido, y no sólo por su estado de salud. Ya era casi mediodía, lo que significaba que su hermana debía llevar un buen rato esperándoles. En el caso de que se hubiera impacientado y se hubiera ido, no tendrían ninguna forma de contactarla ni de hacerle saber de la gravedad de la situación, y podrían estar todo el día buscándose los unos a los otros.

Así, pues, se pusieron en marcha. Entre los tres consiguieron levantar a Manu sin esfuerzo y, cargando con él, empezaron a moverse con la vista alzada, buscando la alta torre carmesí que debía indicarles el camino.

Estaba claro que la iglesia debía ser el corazón del poblado desde hacía siglos, ya que, en comparación con las humildes casas de su alrededor, era el edificio más bonito y el mejor cuidado.

El granate de sus muros estaba rematado en las aristas por un recubrimiento blanco que hacía que la fachada tuviera un toque de contraste y majestuosidad. La torre del campanario contaba, además, con una elegante cruz latina de metal en su cima, y entre los vanos de sus cuatro paredes aún se veía una enorme campana esperando a ser tocada.

Frente al enorme portón de madera, varios hombres vestidos de blanco y una mujer aguardaban, los primeros con irritación, la segunda, con inquietud. Cuando ésta oyó los pasos que se acercaban al campanario, giró la cabeza y, al verlos, su nerviosismo se transformó en sobresalto y corrió hacia ellos.

—¡Manu! ¿Qué le habéis hecho? —gritó, quitándoselo a Hugo de los hombros con enojo.

—¿Qué? ¡No le hemos hecho nada! ¿Por qué nos culpas?

—¿Dónde narices estábais?

—Perdona, Lara, nos entretuvimos —se disculpó Elena—, pero eso no es lo importante.

—¡Claro que no! ¡Tendríais que haberlo traído antes!

—Oye, ¡nosotros también queremos ayudarle! —siguió protestando el Ratón.

—Lara, ¿quiénes son esos tipos? —preguntó Elena con recelo.

La mujer no respondió, sino que se agachó abrazada a su hermano, intentando reanimarlo, aunque Manu seguía sin volver en sí. Mientras tanto, los hombres que la habían estado acompañando se aproximaron con cara de pocos amigos.

—Esto no me da buena espina —comentó Ricky.

—¿Son ellos? —Lara hizo un gesto de confirmación que hizo que la boca del hombre formara una sonrisa—. Bien. Cogedlos.

Antes de que ninguno de los tres pudiera salir corriendo, más hombres aparecieron a su alrededor y les sujetaron con fuerza los brazos. Elena intentaba revolverse, pero aquellas personas eran mucho más fuertes que ella, y estaban en clara minoría.

—¿Qué está pasando? —gritó Hugo.

—¡Nos ha vendido! ¡Esa desgraciada nos ha vendido! ¿Cómo has podido hacerlo?

Un golpe de su agresor la obligó a callarse.

—¡Dejadla en paz! —trató de defenderla el Ratón, que recibió más de lo mismo.

Lara apenas levantó la cabeza. Aún en el suelo, tomó lo que el hombre que había hablado le ofrecía.

—Tu parte del trato, avísanos si consigues más —dijo él—. Y vosotros, ¿a qué esperáis? ¡Adentro con ellos!

Los hombres cumplieron con su función y empezaron a arrastrarles hacia la iglesia. Después de los puñetazos, a ninguno le apetecía hacer demasiados esfuerzos por liberarse pero, aún así, Elena consiguió volver la vista atrás.

—¡Os ayudamos! ¡No teníais nada y os ayudamos! —se desgañitaba con rabia— ¿Así nos lo pagas?

Si la mujer la estaba escuchando, no hizo ningún gesto que lo demostrara. En cambio, se levantó cargando con su hermano y su recién logrado premio y empezó a alejarse.

Un nuevo empujón consiguió que Elena volviera a ponerse de frente justo en el momento en que el enorme marco de mármol pasó por encima de sus cabezas, y con un par de pasos más, entraron a la iglesia.

Metrópoli (BORRADOR)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora