Capítulo 6

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Sin saber por qué, la mente de Elena empezó a llenarse de imágenes que se sucedían a modo de diapositivas: el mapa de la comarca que había consultado en Secelia y con el que había decidido a qué ciudad viajar, pese a que no conocía nada más allá de su pueblo natal; su mochila verde, rescatada de un rincón polvoriento, rellenada con lo justo y necesario y escondida de nuevo en un cajón hasta el día indicado; su casa en silencio, en mitad de la noche, mientras cruzaba la puerta con esos nervios que se tienen al tomar un paso importante y una última discusión («Aún estoy a tiempo... No, está decidido.»); la calle bañada por la luz de la Luna, que parecía invitarla a seguir su camino hacia Curmia, el destino elegido; el último vistazo desde allí hacia la ventana de la habitación en la que su madre seguía durmiendo, sin saber que Elena ya no estaba allí, y que no volvería a estarlo; los pasos dados en aquella autopista desierta, acompañados de los «No me queda otra. ¡No me queda otra!»...

A Elena se le presentaban como si hubieran pasado años, pero esos recuerdos llevaban apenas unos días en su mente.

Había partido con el objetivo de encontrar su sitio, de tener un futuro más agradable que aquel que era capaz de imaginar en Secelia. Y, sin embargo, desde que había llegado a Curmia parecía que sus esperanzas se iban cada vez más a pique. No tenía ningún lugar seguro al que ir, ni familia, ni amigos, y encima estaba cansada, física y mentalmente. Había conseguido comida, lo cual era probablemente lo más positivo que había podido pasarle, pero a cambio había acabado encerrada en aquel maldito túnel... y ahora sería capturada por Gaby, el machaca-manos. ¿Cuántas probabilidades había de que todo le fuera tan mal en sólo dos días?

«Para», acabó por decirse a sí misma, «Compadecerte no te va a servir de nada ahora, Elena. Concéntrate en salir de aquí con vida».

Se pegó a la pared de la izquierda y volvió a poner la mano sobre ella mientras avanzaba, tal y como había hecho antes, dispuesta a palpar el hueco por el que tendría que salir. Notaba cómo su piel se desgarraba y se arañaba ante la rugosidad del muro, pero apenas sentía dolor. Tras ella, las fuertes pisadas del hijo de Jovanka hacían retumbar el suelo.

Enseguida percibió las diferencias entre Gaby y el hombre de la bicicleta en cuanto a materia de perseguidor se refiere. El hombre al que le había robado era más imprudente, mucho más débil, fácil de engañar. En cambio, Gaby parecía más experimentado, como si llevara toda la vida persiguiendo y atrapando gente, lo cual, visto lo visto, no sonaba tan disparatado. En cuanto Jovanka gritó «¡Ve tras ella!», el grandullón se había puesto en marcha como una auténtica máquina de guerra, y Elena sospechó que, cualquiera que fuera la orden que pudiera darle aquella mujer, la cumpliría con la misma convicción.

Gaby, a diferencia de aquel hombre, no parloteaba. Estaba cumpliendo una misión, simple y llanamente, y no dejaría que nada le distrajera hasta acabarla, aunque la verdad es que a Elena tampoco le hacía falta escucharle para sentir su presión. Él, al igual que su familia, parecía estar envuelto en una especie de aura que hacía que la intuición de Elena reaccionara, como si alguien hubiera encendido una alarma en su cabeza pero no supiese para qué servía.

Percibía su poder, su austeridad y su habilidad, y todo ello no hacía más que acrecentar sus ganas de salir corriendo, pero también le hacía sentir una inevitable atracción por acercarse y empaparse de ese aura, lo cual resultaba bastante confuso.

Por fin, su brazo atravesó la pared y Elena pasó por el agujero que la trajo de vuelta a la estación del metro. Por un momento, tuvo la tentación de detenerse junto a la entrada y esperar a Gaby para propinarle un buen golpe con su mochila, pero algo le decía que el cabezón del hombre resistiría muy bien un mochilazo y que el intento sólo conseguiría ponerla a tiro.

Metrópoli (BORRADOR)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora