Capítulo 20

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En la oscuridad de aquel agujero el tiempo fluía de manera incierta, como si la celda misma se alimentara de su impaciencia.

Hugo y Elena pasaban las horas como podían, intercalando las horas de sueño con las del insomnio y la ansiedad, añadiendo intentos por abrir la ventana o buscando cómo usar a su favor la gatera que de vez en cuando se abría y dejaba entrar, bajo la puerta, un plato de gachas con los nutrientes justos para mantenerlos con vida un poco más.

El cuchillo raspaba el marco de la ventana con obstinación hasta volver a ser dejado en el suelo con un nuevo resoplido, el ruido de fricción con la madera volvía a ser sustituido con el silencio a la espera de que aquellas personas entraran y se llevaran a ambos o a uno de los dos y, entonces, sin perder tiempo, Elena volvía a ponerse manos a la obra o le pedía a Hugo que le contara una historia, porque no soportaba la idea de perderlo.

De repente, la puerta se abrió con estrépito y la prisión se inundó de luz cegadora. Elena, impulsada por la urgencia, se levantó de un salto, dispuesta a enfrentarse a lo que fuera. Antes de que pudiera procesar completamente la situación, algo fue arrojado a sus pies.

—¡Ricky!

La visión del niño, ensangrentado y semiinconsciente, golpeó con fuerza y desencadenó en Elena una oleada de impotencia e ira. La imagen de la mujer a la que Jovanka había torturado resurgió en su mente, pero antes de que pudiera reaccionar, unos brazos poderosos la aferraron con fuerza.

—¡Soltadla! —bramó Hugo, lanzándose en su ayuda. Otro hombre, igual de grande y eficiente, se encargaba de mantenerlo a raya.

—¡No! ¡No le provoques! —gritó Elena, forcejeando contra las manos que la aprisionaban—. ¡Todo va a ir bien, Hugo, lo prometo!

La promesa resonó en la celda y bastó para que el chico dejara de luchar, pero la brutalidad de la situación lo dejó sin aliento. Tras la rendija de luz que se cerraba con la puerta, los ojos verdes de Hugo destilaban desesperación.

Elena fue arrastrada por el convento, aunque después de tanto tiempo encerrada en aquella celda, apenas percibía su entorno con claridad. Poco después, carceleros y apresada estaban en uno de aquellos baños que antes servían a hombres de fe. Sabía que su sitio estaba en la silla del centro, pero siguió resistiéndose hasta que consiguieron sentarla.

Las preguntas comenzaron con una ceja que se levantó sin demasiado interés:

—¿A qué banda perteneces? —dijo el hombre de la izquierda.

—A ninguna —respondió ella, altiva—. No me hace falta.

La chica levantó la barbilla; no sabía si aquella actitud le favorecería o no, pero necesitaba algo que hiciera más ruido que el miedo que tenía a aquellas sombras blancas, y la arrogancia fue lo primero que surgió. Pese a su actitud, su mente intentaba fijarse en su alrededor: la silla cojeaba, el aire era rancio y el baño no tenía espejo. Cualquier detalle le valía para no pensar en los horrores que debían haber visto las paredes de aquel lugar.

—Eres muy valiente, ¿eh? —soltó a su derecha Abel, el único cuyo nombre conocía. Al hablar, se le estiraba la nariz—. ¿Qué hacías con el chico de El Diamante, entonces?

Elena se quedó parada por un instante, dudando seriamente qué podría ahorrarle más daño. ¿Sería mejor callar y poner resistencia, o por el contrario contar lo poco que sabía de la banda más importante de Curmia? ¿De la misma que la había perseguido, que había acabado con los amigos de su amigo, que quería hablar con ella a punta de cuchillo?

—Apenas lo conozco —contestó con sinceridad.

—Pero lo haces —recordó Abel.

Elena miró hacia la puerta, como si ello le ayudase a buscar una salida a sus palabras. Allí, mientras escuchaba las preguntas de sus compañeros, el tercero de los hombres aguardaba apostado, preparado para evitar una posible huida. Eran los mismos tres que se habían encargado de traerla a ella y a sus compañeros cuando Lara los dejó a las puertas de la iglesia. Precisamente ellos.

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⏰ Última actualización: Feb 10 ⏰

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