Capítulo 12

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Ahora que sabía que estaba tan cerca de aquella banda, esa atracción repulsiva que había sentido bajo tierra había vuelto a aparecer, provocándole unas terribles ganas por visitar el Estadio, pero también por alejarse de él cuanto antes. Por suerte, aquella vez, con Hugo al lado, no había otra opción para elegir que la más sensata.

El chico le había aclarado muchas cosas sobre El Diamante, pero nada de lo que ella quería saber realmente, empezando por la existencia de aquellos túneles angostos en los que se había metido días atrás.

No sólo era la banda más importante de la ciudad, sino que, además, gozaba de un estadio de béisbol entero para ellos solos. ¿Qué sentido tenía construir unos túneles si ya tenían una sede? Y aunque no la tuvieran, ¿para qué esconderse? ¿No era suficiente con su estatus para alejar a los curmianos de sus asuntos?

Pero eso no era lo único que la tenía intrigada, por supuesto. Elena no había parado de darle vueltas a la conversación que había escuchado entre los miembros de El Diamante y aquella pobre mujer, y seguía sin verle el sentido. «No somos tan imbéciles. Aquí hacemos más cosas que robar.», había dicho Víctor, aquel hombre cuya cicatriz había reconocido Elena a través de los prismáticos. Pero, ¿qué significaba aquello? ¿A qué se referían con «más cosas»?

—¿Hola? ¿Hay alguien ahí? —soltó Hugo, agitando su mano ante los ojos de la chica— ¿Me puedes hacer caso?

—Ay, perdona, ¿qué pasa?

Hugo suspiró.

—Te estaba preguntando que qué vas a hacer ahora que ya estás curada. ¿Vas a volver a Secelia?

—¿A Secelia?

Por un momento, aquella palabra le sonó extranjera. Desde que se había cruzado con El Diamante, no había tenido suficiente espacio en su cabeza como para dedicárselo a su tierra natal, ni a su madre, ni a los remordimientos por abandonarla que la habían acompañado durante el camino hasta Curmia. Sintió una punzada de culpa al darse cuenta de lo poco que había tardado en olvidarlo, pero eso le ayudó a salir de su aturdimiento.

—No, no puedo volver allí, imposible.

—Bueno, entonces supongo que podría soportarte un poco más en mi casa —dijo con indiferencia—, si no tienes otro sitio, claro.

—Me parece bien —contestó ella, que pese a la aparente pasividad del muchacho, sabía que se alegraba tanto como ella de tener a alguien a su lado.

En pocos minutos llegaron de nuevo a divisar el puente, lo que significaba que estaban lo suficientemente lejos del Estadio como para poder bajar un poco la guardia.

Hugo, asfixiado bajo la sudadera, estaba a punto de quitársela cuando algo encrespado pasó por entre las piernas de Elena, en dirección a las suyas.

—¿Pero qué...? —espetó él, con la prenda a medio sacar, bajando la cabeza y viendo el gato que había aparecido de repente.

El animal, algo escuchimizado, era completamente negro, a excepción de las ronchas en las que se le había caído el pelo ensortijado y que dejaban ver la piel lisa de debajo, así como la gran mancha blanca que rodeaba su ojo derecho como un parche.

Al gato parecía agradarle mucho Hugo, porque no paraba de ronronear y frotarse afectuosamente por sus piernas, para incomodidad del chico, que intentaba abrirlas y alejarlas de él. Pero el felino, incansable, volvía a abrazarlas, siguiendo aquel nuevo juego que el muchacho había creado sin querer y que lo estaba exasperando sobremanera. Elena empezó a reírse a carcajadas ante aquella escena.

—¿De qué narices te ríes? —bufó Hugo, cuyos saltos eran cada vez más altos y frenéticos.

—Es que nunca había visto a un gato y a un Ratón llevándose tan bien —se burló ella.

Metrópoli (BORRADOR)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora