Capítulo 9

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Al fondo del barranco, varios metros por debajo de los pies colgantes de Elena, el río emitía un murmullo de lo más reparador.

Discurría lento, de forma que el agua permitía que a su alrededor crecieran dos líneas de hierba, probablemente las únicas manchas verdes que podrían verse en varios kilómetros a la redonda. Con suerte, ambos hilos seguirían discurriendo con el río hasta llegar a un pequeño lago o desembocar en el mar, en algún punto lejano a Curmia.

Pero, mientras que las plantas de allá crecerían algo más tranquilas, erguidas aún en un suelo infértil, las que observaba Elena seguirían cediendo gentilmente a la fuerza del caudal para volver de nuevo a su posición, pese a la relativa calma del arroyo, resistiendo y preparándose para otra arremetida del agua.

Elena, que podría quedarse mirando el hipnótico vaivén de la hierba durante horas, se sonreía al pensar que estaba contemplando un reflejo de sí misma, y de lo absurdo que parecía compararse con un insignificante junco. Pero lo cierto era que ella también se sentía arrollada por una fuerza que amenazaba con romperla una y otra vez, y no podía evitar plantearse si, en aquella ocasión, el agua no había conseguido partirla por la mitad y reducirla a poco más que un tallo maltrecho a la deriva.

El Ratón le había dicho que estaba perdida, y Elena se había sentido ofendida en el acto, no por su franquedad, sino por el hecho de que hubiera tardado tan sumamente poco en darse cuenta de ello.

Por supuesto, no era la primera vez que perdía el rumbo. Una vez, con diez años, su imprudencia la llevó a tal grado de desorientación y angustia que Elena aún podía recordar claramente todos los detalles de aquel día.

Durante las últimas semanas le había tocado dar clases de astronomía y, tras atender con el habitual entusiasmo a las explicaciones sobre estrellas, planetas y demás astros del cielo, su padre decidió llevarla a la calle y poner en práctica sus conocimientos para hacerlo más interesante.

El juego era sencillo: conociendo los puntos cardinales y el rutinario movimiento del Sol, Elena y su padre debían perderse y volver a encontrar la orientación, siempre con la vista alzada al cielo.

Poco a poco, fueron aumentando la dificultad y, después de repetir el proceso a diferentes horas del día, pasaron a la noche.

Se incluyeron en la lección el ciclo lunar y las constelaciones más importantes, y con las referencias de la Estrella Polar, la Osa Mayor, Casiopea y demás dibujos estelares, volvieron a repetir el juego de perderse y encontrarse que tanto divertía a Elena.

Los resultados eran cada vez mejores y ella se sentía cada vez más segura, de forma que una noche, llevada por ese ímpetu aventurero y temerario que tienen los niños, decidió hacerlo por sí misma.

Esperó hasta que sus padres estuvieran durmiendo para salir a hurtadillas a la calle, ya que sabía que ellos no estarían de acuerdo con que cometiera esa locura que a ella le parecía de lo más inocente.

Cuando, un tiempo después, Elena tuvo que repetir la misma escena para fugarse de casa y viajar a Curmia, le vino a la cabeza que, después de siete años de adolescencia, no había cambiado tanto como pensaba.

Salió a la calle y miró al cielo. Todo estaba oscuro, como cabía esperar, y las estrellas brillaban sobre su cabeza, en algún punto a millones de años luz. Elena comenzó a andar y a alejarse todo lo posible de Secelia, como solía hacer con su padre.

Entre unas cosquillas de nervios y sus habituales ensoñaciones, anduvo durante más de una hora, tomando todos los requiebros posibles y alejándose hacia las afueras, hasta perder de vista su pueblo, donde sería más fácil discernir el cielo y donde no había calles que pudiera reconocer fácilmente.

Metrópoli (BORRADOR)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora