Capítulo 18

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La mente de Elena empezó a echar humo buscando una salida, aunque lo cierto era que no había muchas posibilidades. La única vía aparente era aquella por la que habían entrado, y dar media vuelta, con aquellos hombres asiéndoles los brazos, era imposible.

—¿Qué vais a hacer con nosotros? —preguntó mientras recorrían la nave principal, aunque ninguno le respondió.

—Te dije que era mala idea —gruñó el Ratón a su izquierda—. Esto es lo que pasa cuando confías demasiado en la gente.

Aquel comentario le dolió. La expresión de Hugo estaba llena de cólera, no sólo hacia sus raptores, sino también hacia ella, y Elena se maldijo a sí misma porque sabía que tenía razón. Si estaban allí, era porque ella había dejado entrar a los hermanos en la gasolinera.

—Elena —intervino Ricky, quizá adivinando por su cara lo que estaba pensando—, estamos aquí porque todos lo decidimos. No te tortures.

Cuando hubieron recorrido gran parte del camino hacia el altar, los hombres les hicieron girar a la derecha y salieron a un patio exterior. Elena comprendió entonces que no se trataba de una simple iglesia, sino de todo un convento dispuesto para asegurar la paz y tranquilidad de los eclesiásticos que hubieran querido dedicar allí su retiro.

Por supuesto, ése no era el objetivo de Elena y sus compañeros, aunque de haberlo sido se habrían quedado muy decepcionados, porque el claustro era un absoluto caos.

Por todos lados había personas de blanco limpiando sus armas, llevando cosas de un lado para otro o escoltando a aquellos que, como Elena, Hugo y Ricky, habían sido capturados por la banda.

Con un empujón fueron lanzados al centro del patio, cerca de un antiguo pozo, y el hombre que había dado la orden de atraparlos anunció:

—Jefe, traemos a los nuevos.

—Bien —se giró el que estaba allí, sonriendo de soslayo.

El jefe de la banda era ciertamente desagradable. Estaba ataviado con un sombrero que lo distinguía del resto, aunque no bastaba para disimular su calvicie. Su nariz era grande y torcida, su frente estaba llena de arrugas y su barba era tan aguzada que parecía que quería acuchillar a alguien con ella. Su voz era ronca y grave, imponente y seca, y volvió a sonar:

—Dejad lo que tengan en aquella esquina e inspeccionadlos.

Sus esbirros hicieron lo propio: le arrancaron a Elena la mochila de su espalda, y el saco de los hombros de Hugo, y tirando del brazo del pequeño, mostraron el dibujo de su piel.

—Lara decía la verdad, éste es de El Diamante —informó su escolta.

—Llévatelo, Cris.

—¡No me vais a hacer nada, bastardos! —gritó Ricky, intentando zafarse mientras el tal Cris le ataba las manos a la espalda—. ¡No vais a conseguir nada!

El jefe se acercó a él hasta situarse a unos centímetros de su cara, disfrutando cada segundo de su frustración.

—¡Qué niño tan valiente! Qué lástima que no te vaya a servir de nada, muchacho —luego, lo miró con asco—. Sólo eres escoria, así que haz el favor y no nos compliques el trabajo.

El niño le escupió a la cara como toda respuesta y Elena temió que lo mataran allí mismo. Sin embargo, el hombre se limpió, se alejó e hizo un gesto a su subordinado.

—Apártalo de mi vista —y Cris se llevó inmediatamente a Ricky, que seguía dando patadas a diestro y siniestro—. ¿Y vosotros? —se dirigió entonces a Hugo y Elena— ¿Dónde está vuestro tatuaje?

—No tenemos —contestó ella con firmeza.

—Bueno, habrá que comprobarlo —se encogió de hombros el jefe—. Vosotros, quitadles la ropa.

—Podemos hacerlo nosotros. Ya somos mayorcitos, ¿no crees? —repuso el Ratón, con molesta ironía.

Elena estaba de acuerdo con la propuesta, porque los subordinados del jefe no hacían más que mirarla y relamerse. Antes de que al hombre del sombrero le diera tiempo a decir que no y el resto de guardias pudiera tocar su cuerpo, se quitó la camiseta y dejó su pecho al descubierto.

Enseguida notó cómo las miradas se clavaban en ella, pero haciendo un esfuerzo por contener su repulsión, se puso de pie y se despojó también de sus pantalones. A su izquierda, Hugo empezó a hacer lo mismo.

—¿Qué te pasa, chaval? ¿Nunca has visto a tu novia? —se mofó uno de ellos al ver que el Ratón giraba la cabeza hacia el lado contrario en el que Elena se encontraba.

—Basta, Abel. Ya tendréis tiempo para vuestras tonterías, haced vuestro trabajo.

—Sí, señor... —resopló.

Después de un rato que a Elena le pareció eterno y en el que no podía hacer más que mirar aquellos hombres con odio, confirmaron que no tenían ninguna marca en su piel.

—Bien, dejadlos arriba —concluyó el jefe—. Los venderemos igualmente.

Metrópoli (BORRADOR)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora