Capítulo 8

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La casa de Hugo, por llamarla de alguna manera, resultó ser mucho mejor de lo que cabía esperar.

Nada más torcer la esquina, un torrente de luz apareció frente a Elena, que pudo analizar el espacio en profundidad. Se encontraban justamente al final de la alcantarilla, un agujero tan grande como el diámetro del túnel que daba directamente a un enorme barranco, varios metros por encima del curso del río.

No había nada que lo tapara, ya que, según decía el Ratón, no era necesario para proteger su privacidad: todas sus cosas estaban lo suficientemente lejos de la salida como para que fueran visibles desde la cima del barranco y, aunque se vieran y alguien quisiera robárselas, entrar por ahí sería un auténtico suicidio. En cambio, si alguien optaba por el camino largo, esto es, por el que Hugo y Elena habían llegado, sería fácil que el intruso se perdiera en el laberinto de túneles, por no hablar de las trampas que el Ratón había dejado de por medio.

Puede que el chico fuera un poco extraño y tuviera sus manías, pero había que reconocer que era un auténtico especialista en cuanto a defensa se refiere, lo que no era más que una muestra proporcional de la fuerza que debía tener la banda de Jovanka, su enemigo más directo y la causa de que hubiera tenido que trabajar tanto en su seguridad.

En cuanto al sitio en sí, podía resultar incluso acogedor.

Lo que más llamaba la atención eran las envidiables pilas de objetos de todo tipo que Hugo había reunido y que había amontonado en el suelo en un controlado desorden, a excepción, eso sí, de los más importantes, que estaban perfectamente colocados sobre unos tablones de madera que, de algún modo, el chico había conseguido clavar en la pared curva del túnel.

Bajo los tablones de la izquierda, en el suelo, un par de cojines amplios que en algún momento debieron conformar los asientos de un sofá, componían ahora una cama que parecía de lo más cómoda. Finalmente, entre el espacio que quedaba entre la cama y las pilas de objetos, justo en el centro, quedaban aún los restos de una vieja hoguera que el Ratón debía haber encendido la noche anterior.

—Vale, siéntate ahí —ordenó el chico, señalando la cama.

Elena se dejó caer como pudo sobre los cojines y estiró la pierna. Le provocaba entre repugnancia y una extraña estupefacción ver la diferencia entre su tobillo izquierdo, tan delgado y huesudo como siempre, y su derecho, que ahora estaba tan hinchado que casi doblaba al otro en anchura.

El chico, que se había puesto a rebuscar entre los montones de objetos en cuanto se hubo separado de Elena, no tardó mucho en encontrar lo que quería: una camiseta vieja que no dudó en rasgar y destrozar. Después de acercarse de nuevo a la chica y agacharse junto a ella, empezó a envolver su pie con la cuidadosa actitud de un auténtico enfermero.

—¿Por qué me ayudas tanto? —dijo ella, observando cómo Hugo daba vuelta tras vuelta a la tela.

—Cuando me ayudaste te dije que te debía la vida, ¿no?

—Pensaba que sólo era una forma de hablar.

—Bueno, sí, pero me gusta tomarme mis promesas en serio. Y si puedo elegir, prefiero pagarlas antes de que me las cobren, así decido yo las condiciones —Hugo le dedicó una socarrona sonrisa, desafiándola a decir que era una tontería, aunque Elena no repuso nada. Le encontraba cierto sentido a su lógica—. Además, me tienes intrigado.

—¿Que te tengo intrigado? ¿Yo a ti?

—Sí. Te las has apañado bastante bien en un solo día —contestó, señalando con la cabeza la abultada mochila verde, que Elena había dejado en el suelo antes de sentarse—. Ayer estaba vacía.

—Vaya, qué perspicaz.

—Debes de ser muy buena. Casi tanto como yo, me atrevería a decir.

Elena esperó a que Hugo hiciera alguna otra observación, pero en vez de eso, terminó de atar la venda en silencio, se levantó, se acercó a las estanterías de la pared, cogió una botella y volvió a agacharse a su lado.

Metrópoli (BORRADOR)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora