Prólogo

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El bastón de madera se volvió a alzar, impactando de nuevo contra mi cabeza. Era la cuarta vez en menos de una hora. Pensé que a la tercera era la vencida, pero a este punto no sabía que se iba a romper primero, mi cabeza o el bastón.

—Si te concentraras, no recibirías tantos golpes. —se burló Saln, su postura impotente de brazos cruzados y una sonrisa socarrona en sus labios.

Rugí fastidiada. Arrojé los terrones de tierra de nuevo al suelo, levantándome, dispuesta a ponerle ese mismo palo por su cabeza.

—Si fueses una mejor maestra ya hubiésemos acabado. —Señalé acusadora.

Saln elevó de nuevo el bastón, golpeando mi dedo acusador y dejando una gran marca roja en su lugar. El hada estaba ofendida, los ojos chispeando y la boca colgando. Ella era mejor que yo conteniendo los caballos salvajes y, es que ella llevaba más de doscientos años entrenándolos. Yo solo llevaba meses.

—Vuelve a sentarte ahí niña, de aquí no nos iremos hasta que al menos un grano de tierra se mueva. —Rodé los ojos. Estaba segura que ella le gritaría a Dony por no instruirme bien en la paciencia.

Siguiendo las órdenes, planté mi trasero de nuevo en el suelo, enterrando mis uñas en la tierra y sacando dos grandes puños de esta. Mi cabeza comenzó a proyectar una hermosa flor, desde el momento en que fue sembrada hasta el punto en que sus pétalos cayeron. Los colores eran brillantes, fuertes, dignos de la primavera.

En el mundo de las hadas, la magia corría libre, era salvaje como sus habitantes. Cualquiera con un poco de sangre mágica podía sacar una flor, por más pequeña que fuese. Humanos comunes y corrientes podían crear pétalos después de mucho entrenamiento y prácticas. Aprendían a sentir los hilos mágicos en lugar de verlos, sus cabezas eran entrenadas para canalizar la energía y convertirla en algo físico.

Yo, sin duda debía tener un mejor alcance que cualquier otro humano. Las hadas olían la magia dentro de mí, dormida, pero poderosa como la de cualquier otra. Y, aun así, seguía sin poder mover ningún trozo de tierra.

Los ojos rojos de Saln se volvieron picantes, elevando de nuevo el bastón para asestarme un buen golpe, porque de nuevo, seguía distrayéndome.

—¡Hey, Alee! —Mi instructora y yo giramos la cabeza al mismo tiempo, buscando al responsable de aquella milagrosa —en mi opinión— interrupción. —Lo siento, Saln, pero ya es hora que Alee comience a trabajar.

Chillé emocionada, nunca antes me había emocionado tanto volver al trabajo como ahora. Mis faldas estaban sucias, así como las uñas de los pies, pero ¿a quién le importaba en este instante?

—Maratzu, ¿no ves que estamos en algo importante? —gruñó mi maestra, interponiendo el palo en mi camino a mi jefe.

El pelinegro ladeó la cabeza.

—¿Cómo esperas que te paguen las clases si no la dejas trabajar? —Él tenía un buen punto. Saln no iba por ahí ofreciendo clases gratuitas de magia a nadie, mucho menos a extranjeras como yo.

La expresión del hada cambió, sus labios fruncidos llenos de desaprobación más el filo de sus mejillas apuntando en mi dirección. Su puntiagudo mentón no dejó de estar elevado cuando bajó el bastón y me dejó correr libre junto a Maratzu.

Me regañaría en la siguiente lección, era una promesa silenciosa en sus ojos que no perdió fuerza ni siquiera cuando ya estaba llegando al local. Mis hombros temblaron. Ya me imaginaba una hora entera dentro del río en plena madrugada, sin nada que pudiese darme calor. Solo ella y yo y, su terrible silencio.

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