Fuego.
Para los humanos, la cualidad definitoria del infierno, y por tanto el epítome del sufrimiento; el castigo divino por defecto... Un sempiterno valle sembrado de llamas ardientes, ahíto de almas miserables, ensordecido de clamores de agonía y culpa.
De haber sido otras mis circunstancias, hubiese afirmado que los seres humanos se equivocaban. Que el fuego y la oscuridad, como el blanco y el negro, nunca fueron hermanos; pues eran para mí opuestos; el antónimo del otro.
Hubiese sostenido sin lugar a dudas que si la comprensión humana pudiese tan siquiera llegar a contemplar desde lejos el conocimiento que poseen aquellos que son como yo, sabrían que no puede existir nada parecido al fuego, en ningún lugar parecido al infierno... aún luego de conocer el último con mis propios ojos.
Porque el fuego solía ser luz, calor y belleza.
Y porque en el infierno que yo conocí no hay vida; y, mucho menos, hay cosas hermosas.
O así lo creí, durante todo el tiempo en que, sin creerme merecedor de nada más, presa del resentimiento, la apatía y la resignación... lo consideré mi único hogar.
***
Fuego. Ardiendo por todas partes.
Las esquirlas de cristal desperdigadas por el piso de concreto devolvían su reflejo y refulgían como constelaciones de astros amarillos, rojos y azules, entremezclando el resplandor de las llamas con el de las luces de una baliza de ambulancia.
El corazón del hombre que yacía sobre el piso frente a mí había cesado de latir, pero los paramédicos afanaban con aparatos extraños sobre su pecho inerte, sin perder las esperanzas.
Entre tanto, el alma arrancada del cual se hallaba ya junto a mí.
—«No puede ser. No puede ser...»
—Una vez más. ¡Despejen! No está respondiendo... ¡Una vez más!
—«Por favor... Por favor... Por favor, Dios, por favor...»
De su cuello colgaba una cadena plateada, con el dije parcialmente oculto entre sus ropas abiertas para dar lugar a las maniobras de resucitación, pero no era difícil suponer qué forma poseía.
Los seres humanos la cargaban por distintas razones. La principal, en torno a la misma convicción absurda: la de que ese insignificante símbolo podía protegerlos de lo que fuera. Incluso de la muerte.
Cuan ignorantes eran...
—«Dios. Por favor... Dios.»
—Tu esposa te aguarda en casa —le recordé.
—«Aida... Mi hijo... Mi pequeño Tom... Dios mío... Dios mío...»
Podía sentir su alma afianzándose al plano que solía habitar. ¿Qué era aquello, en el mundo terrenal, a lo que los humanos se aferraban con tanta fuerza, aún después de la muerte? ¿Qué era aquello que corrompía a los entes inmateriales y los llevaba a enloquecer y codiciar la existencia con una forma física en ese plano?
Fuera lo que fuera... hacía mi trabajo más sencillo. Algo que apreciaba el último tiempo, en que ya no tenía las fuerzas para esforzarme.
—Desiste —le dije, intentando disfrazar el cariz disgustado de mi voz con palabras pacientes—. Él no te escucha.
—«Por favor... Dios. Por favor...».
Su voz era un eco tormentoso.
Mientras permaneciese atada al plano terrenal, el alma humana nunca desvanecía del todo; aun cuando el cuerpo físico moría. Prevalecían residuos de la misma, unidos a una conciencia todavía sentiente. Y podía manifestarse en dicho plano de muchas formas diferentes. A veces como voces; a veces como presencias... y otras incluso con la fuerza suficiente como para tomar la forma corpórea que habían tenido en vida, aunque fuera por periodos breves, o mediante siluetas y sombras.
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Los Dos Caídos
FantasyLucifer ha castigado a su demonio más amado... convirtiéndolo en humano. Mephistopheles, el príncipe de los demonios, pasa su existencia inmortal víctima de la apatía, llevando a cabo en la Tierra la tarea de pactar almas para Lucifer, soberano de I...