1. Dolor

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—Cansado... —Se carcajeó, con esa risa encantadora de adolescente, la cual reptó en ecos siniestros por todo el salón.

Sus suaves rasgos, matizados por una jovialidad ponzoñosa y parcialmente ocultos por la penumbra, echaron lumbre a través del velo de la misma, y su dentadura blanca resplandeció entre bruma y tinieblas como la rendija bajo una puerta del otro lado de la cual hubiera luz; algo que era imposible allí.

Él era lo único brillante en aquel lugar devorado por las sombras. Lo más parecido al sol en ese sitio marchito y macilento...; y a la vez, lo más lejano.

Se acomodó con pereza en su asiento, y dio un suspiro exhausto, aún con una mueca burlona curvando ligeramente sus labios. Después deslizó una caricia por la piedra oscura y craquelada de la que se conformaba su asiento, siguiendo distraídamente una grieta con el dedo.

Desde los cimientos hasta la techumbre; el suelo, las paredes y los inmensos pilares que sostenían el cielo sobre nuestras cabezas, por los que escalaban las grietas como si fuesen espigas o serpientes, todo allí estaba formado a partir del mismo tipo de roca; ígnea, incrustada de minerales y metales que solo existían en ese plano.

La llamábamos «Piedra infernal». Abundaba en aquel plano, y todo allí se constituía de ella; incluido su palacio.

Asentado en el peñasco más alto y agudo, demasiado rudimentario como para parecerse a nada similar a un castillo, pero al mismo tiempo con una forma demasiado evidente para ser una formación natural en la roca, el «Palacio de las Sombras» parecía más un templo gigantesco en ruinas y con cientos de épocas de edad, donde no se adoraba a ningún dios; sino a algo muy diferente.

Había sido edificado poco después de nuestra llegada, y allí habitábamos únicamente los dos, en la más absoluta soledad.

En el centro mismo del salón principal se disponía lo que él llamaba su «trono», elaborado a partir de la misma roca, y sobre el cual descansaba la mayor parte del tiempo que pasaba allí; orgulloso cual si fuera de oro puro, y él el soberano de un grandioso reino.

¿Acaso Él se sentaba en algo parecido en sus propios dominios? Alguien como yo, dado mi nivel inferior, no llegaría a saberlo nunca.

Pero él sí. ¿Cuántas veces habría estado en su presencia? ¿Se habría sentado allí alguna vez? ¿O siquiera rozado su superficie, aunque fuera con la punta de sus finos dedos? No me costaría creerlo. Pero de ello, había sido también ya mucho, mucho... mucho tiempo.

Nunca se me hubiese ocurrido preguntárselo, así como nunca hubiese inferido en si esculpir un trono propio era una manera de ridiculizarlo, o más bien un intento desesperado de replicar algo parecido al sitio que un día habíamos considerado nuestro hogar; tan lejos del vacío desolado el cual estábamos obligados a habitar ahora.

—¿Cansado, Philes? —Su voz reptó otra vez por el vacío con una reverberación siseante—. ¿De qué, exactamente?

Abandonó su aposento para venir a encontrarme, pero se escabulló en cambio por mi lado sin siquiera dirigirme su gélida mirada, yendo a situarse entre dos de los pilares para perder los ojos en el inmenso precipicio que hendía los abismos alrededor del pináculo en que se hallaba el solio de su castillo negro.

Desde la cima, contempló con indiferencia sus vastos y desolados dominios.

El nombre de ese plano, en la lengua de los hombres, era «Inferno».

Los Dos CaídosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora