7. Paz sin muerte

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Los fríos ojos grises del ángel de la muerte no necesitaban ver para amedrentar con ellos; bastaba sólo con el infortunio de hallarse en cualquiera fuera la dirección que siguieran los mismos.

Y esta vez, ni siquiera hubieron de aludirme para sentirme enjuiciado, y retrocedí arrastrándome sobre las espaldas por el suelo húmedo.

Lo que para cualquiera hubiese implicado un salto a la hora de descender de su lugar sobre la baranda, no fue para la extensión de sus piernas más que un peldaño. A sus espaldas, el cabello negro y los bajos de sus vestiduras ajadas, mordidas por el tiempo y los vuelos inclementes, reptaron por el acero de la baranda, y sus largas plumas emitieron agudos rasguños en el metal.

Me percaté solo entonces, una vez estuvo frente a mí, que acarreaba algo en sus delgados brazos, envuelto en la tela percudida de sus mangas, lo cual no conseguí ver.

La Muerte avanzó a un sitio seguro, a salvo del barrido de los vientos que azotaban la orilla del risco, y se agachó, hincando una rodilla al suelo para depositar su carga, tan cuidadosamente como si se tratase de algo en extremo valioso y delicado. Procedió con la descorazonadora parsimonia de quién lleva a cabo un ritual fúnebre. Yo le seguí con la mirada, intentando descifrar qué era aquello que ocultaba y protegía entre sus ropas, sintiéndome cada vez más agitado. Y en cuanto puso su atadijo sobre la frialdad de la piedra, y le descubrió ante mí, entendí finalmente lo que era... y también lo que significaba.

Reveló una figura pálida y difusa; forjada a partir de corrientes gentiles de luz; quizá demasiado gentiles..., prácticamente estancadas. Era clara; casi transparente, y aun así, su silueta era distintiva. Sostenía la forma de una efigie humana; un joven varón al desnudo. Quieto; mudo... y tan lleno de paz. Libre de miedo o amargura; ignorante de su naturaleza corpórea anterior; así como también de su destino fatal. Era su alma. Su esencia pura e incorrupta.

A los pies del estatuario Azrael, el humano parecía diminuto y frágil. El primero extendió una mano larga y posó la palma sobre la frente del joven. Entretanto, desde mi lugar, absorto y atento a cada uno de sus movimientos, me hallaba todavía incapaz de asimilar los hechos. No tenía sentido... Yo era un ser humano corriente ahora. Su cuerpo no debería ser tan endeble; no debería haberse partido con tanta facilidad con mis golpes. Para alcanzar ese lamentable punto de decadencia y consecuente fragilidad debía de haber sucumbido a la posesión hacía mucho tiempo. Entonces, ¿por qué el alma del chiquillo se hallaba ahora intacta ante mis ojos? ¿Y qué asuntos habrían traído hasta aquí al ave ciega, a no ser el de recuperarla del final de los riscos, donde yo le había arrojado, y reclamarla para sí?

Obra del tacto helado de la pálida mano de la muerte, la energía residual que era todo vestigio del muchacho se estremeció y pulsó, comenzando a fluir otra vez, inquieta y cálida. Recobró lentamente su forma original. Por último, su conciencia regresó desde algún sitio en donde hasta ese momento se hallara perdida. Lo supe por el movimiento suave de sus párpados sellados, como arrullado por un sueño dulce. Entonces... el joven abrió los ojos.

Y era él. Su expresión; su forma de mirar... No cuando era presa del demonio que ocupaba su cuerpo como si fuera una marioneta; con ojos vacíos y una mueca rígida en los rasgos, sino justo antes de morir por mi mano, cuando no era más que un muchachito asustado. Cuando huía aterrorizado de mí, suplicando clemencia entre aullidos quebrados por el borboteo de su propia sangre caliente en su garganta, ahogándole.

«Theo»... Así que ese era su nombre. Su nombre humano; el único que conocía y el único que podía gritar con la esperanza de salvarse mientras yo le torturaba sin piedad, profiriendo en un lenguaje incomprensible para él, maldiciones en contra de la criatura que ya le había abandonado a su suerte y huido, mucho antes de que me diera cuenta. Apreté los dientes y cerré los ojos con el recuerdo del sonido de sus huesos partiéndose, y el de sus bramidos distorsionados por el dolor.

Los Dos CaídosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora