11. Las noches en Gaea

372 33 67
                                    

Todavía junto a la tumba de su madre —después de haber desahogado sus sentimientos reprimidos quien sabe por cuánto tiempo—, Joan parecía algo más fresca y ligera. Como si sus hombros se hallasen al fin libres de una pesada carga; más inhiestos y fuertes.

Ninguno había dicho una palabra después de separarnos, cuando ella amainó su llanto y yo la dejé ir. Parecía avergonzada, y evitaba mis ojos mientras reunía las flores azules ya marchitas de la tumba; pero agradecí que lo hiciera, pues yo no me hallaría capaz de mirar a los suyos luego de saber lo que ahora sabía.

El viento murmuraba alto, vaticinando una noche fría. Venía cargado de un indicio húmedo que trepaba por la nariz de modo poco placentero, y el aroma agridulce a flores marchitas agravaba la ofensa.

—Mamá adoraba las Irises. —Joan dejó solamente las que se mantenían frescas, mientras que reunió las demás en su mano para desecharlas—. ¿Sabes lo que simbolizan?

—Esperanza —articulé, absorto en la fotografía en la lápida, donde el recuerdo del rostro luctuoso y sangriento, crispado de desesperación, se sobreponía al rostro sonriente del retrato—. Pero también... muerte, y la vida después de la muerte.

Volvió a verme por primera vez y pareció complacida de que lo supiese. Le hurté la mirada al acto.

—Irónico, ¿verdad? Un poco contradictorio, si lo piensas. ¿Crees en eso, Philes? —Aparté mi atención de la tumba y la puse de soslayo en Dana Joan. Ante mi confusión, rectificó—: me refiero... a la vida después de la muerte.

Había curiosidad genuina en su rostro mientras esperaba mi respuesta. Y hubiese querido darle una certera... mas no la tenía. Los asuntos de Éter con respecto a la humanidad eran un misterio para un ángel del más bajo de los Coros. Lo hubiesen sido con más razón para el ángel más joven de todos ellos... Y ahora en especial para mí; un Caído expulsado de Éter antes de ver siquiera la creación de la humanidad.

—No lo sé... —fue todo lo que pude decir.

Joan suspiró; no con decepción, sino más bien en conformidad.

—Tampoco yo. Sería hipócrita si lo hiciera. Pero de algún modo... eso suena mucho mejor que simplemente la nada.

El que no contemplase la posibilidad de vida después de la muerte resultaba descorazonador; pues aquello implicaba que rechazaba también cualquier esperanza de reunión en la misma. Por lo cual, si Dana Joan supiera la verdad acerca de la muerte de su madre, y mi parte innegable en ella, no merecería perdón ante sus ojos.

—Es curioso... ¿no? —continuó— Cómo siendo un hombre de fe, mi padre está tan seguro de que va a morir. Y yo... sin creer en nada, tengo tantas esperanzas en que pueda salvarse.

—No creo que sea de ese modo —argüí, y me gané su completa atención—. Pienso, más bien... que Paul Edwards está en paz con la idea de morir, precisamente porque tiene certeza de lo que le aguarda después. Mientras que para nosotros... resulta incierto. —Y, desde mi propia ignorancia, preferí creer a Paul. Necesitaba hacerlo...

Dana Joan pareció meditar en ello mientras me contemplaba.

—Eso tiene mucho sentido. —Se puso de pie con el ramo de flores marchitas en la mano y sonrió—. Gracias, Philes. Por acompañarme. Y por todo lo demás. Todo lo que estás haciendo.

Los Dos CaídosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora