Incapaz de andar erguido, acribillado por terribles punzadas, tan agudas que me arrebataban el aliento, me moví encorvado y arrimado a las paredes, afianzando con dedos torpes cada grieta y saliente a la que podía asirme.
El dolor era excruciante. Tanto el de la caída, como el de la puñalada; el de mis nuevos tejidos, neófitos a la existencia, sensibles al tacto como la carne tierna de una herida recién cicatrizada, y el de todos mis sentidos humanos por primera vez despiertos, sobrecogidos por la abrumadora novedad de los estímulos.
Salí trastabillando del abrigo de la callejuela oscura a una zona abierta, donde me asaltó un nuevo huracán de azotes sensoriales.
Los vehículos transcurrían aprisa, prorrumpiendo en un interminable coro de ronquidos graves, graznido de cláxones, y música tan estridente que acuchillaba mis oídos, haciendo pulsar mi cabeza; y las luces que emitían, aunada a la que vertían los faroles sobre la calle, abrasaban mis ojos.
Sellé los párpados, cubrí mis oídos, y empecé a correr intentando alejarme. Bajo mis pies, el hielo que cubría los suelos se sentía como brasas ardientes, y el frío impiadoso de los vientos invernales transcurrían sobre mi piel desnuda como navajazos.
Ciego, y parcialmente ensordecido, no vi a donde iba, pero el repentino acceso de vértigo en cuanto uno de mis pies se precipitó por un breve y abrupto desnivel, como un peldaño, me detuvo y me hizo abrir los ojos, esperando encontrarme con alguna clase de escalinata. No obstante, antes de que pudiera averiguarlo, una nueva estela de luz, más fulgente que el sol del mediodía, me atacó por un flanco, cegándome otra vez.
Hubo otro coro de bocinas. Y entonces, algo arremetió contra una de mis piernas; tan duro que provocó que mis pies abandonasen el suelo, y que saliera despedido. Volé por un instante corto antes de impactar el suelo con el costado, golpeándome la cabeza y el rostro, y quedé tendido nuevamente sobre concreto y hielo, desde donde no hallé las fuerzas de levantarme.
Tanto mi cuerpo como mi voluntad se hallaban rendidos; rotos... No tanto por el agotamiento y el dolor físicos, como por mi espíritu abatido. Pues fue aquel último golpe; tan real, tan encarnado..., el que me ayudó a convencerme de algo que, en el fondo, todavía para ese momento, contra toda la evidencia, me negaba a aceptar: que Lucifer me había abandonado.
Recuperé brevemente las esperanzas en cuanto dos manos asieron mi rostro de la misma forma en que antes lo habían hecho las suyas, pero esta se esfumó rápidamente en cuanto las apercibí distintas, y resolví que no le pertenecían a él. Estas eran pequeñas, y estaban tibias.
No hubo un beso, pero sí una silueta familiar, la cual desató en mi interior un vendaval de sentimientos que creía enterrados, y que estrujaron sin piedad mi corazón humano, impidiéndole latir con normalidad en cuánto le reconocí.
La luz brillante de un farol a sus espaldas, como un halo dorado constelado por los copos de nieve que flotaban sobre el mismo como gemas, devoraba sus contornos, ensombreciendo sus facciones, de manera que no pude verlas con claridad; pero distinguí las formas suaves de su rostro, enmarcado de breves mechones oscuros, y sus profundos ojos...
¿Era acaso una visión?
Gritaba algo que no entendí, pero que no necesité entender; pues, sin importar si era una visión, un espejismo cruel, allí estaba nuevamente conmigo, luego de tanto tiempo... Como si jamás se hubiese ido.
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Los Dos Caídos
FantasyLucifer ha castigado a su demonio más amado... convirtiéndolo en humano. Mephistopheles, el príncipe de los demonios, pasa su existencia inmortal víctima de la apatía, llevando a cabo en la Tierra la tarea de pactar almas para Lucifer, soberano de I...