14. El abogado del diablo

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El día en que donaría médula para Paul Edwards al fin llegó.

Una vez en el hospital, mientras que Joan lo arreglaba todo lo visité en su habitación y este me recibió con la calidez acostumbrada. Sus ojos hundidos eran los mismos, así como la piel delgada y movediza sobre su cuerpo huesudo, pero había algo diferente en su manera de mirar. Una nueva luz; un resplandor lejano en medio de una tormenta negra. Como el resplandor de un faro.

Quizá, en el fondo, también albergaba una ínfima esperanza.

—Haces algo admirable, muchacho. Y quiero que sepas que aún si esto no funciona, te estaré por siempre agradecido. —Paul Edwards dio palmadas sobre el dorso de mi mano, que sujetaba en la suya.

Asentí, aunque sus palabras fallaron en darme la tranquilidad que tal vez pretendía. Yo quería que resultara; por eso estaba haciendo todo esto...

—¿Es tu primera cirugía? ¿Estás nervioso?

Lo consideré. No era del todo familiar aún a los nervios, de manera que no podía afirmar que se tratara de ello; pero desde luego que un ser humano debía saber mejor que yo lo que en un caso así era natural experimentar, así que le di la razón.

—No tienes por qué estarlo; estás en las mejores manos. Mi hija te habrá explicado ya en qué consistirá todo.

Así lo había hecho, aunque no estaba seguro de que tuviese una idea muy clara aún. No comprendía la mayor parte de los conceptos que Joan había utilizado a la hora de intentar ilustrarme y le perdí la pista más de una vez a todo lo que me decía, pues mis propios pensamientos acaparaban una gran parte de mi elusiva atención la noche anterior. Experimentaba una emoción humana nueva. Estaba impaciente con lo que venía; quería averiguar cuál sería el resultado, pero al mismo tiempo un vacío extraño que nada tenía que ver con el hambre constreñía mi estómago.

Paul sonrió y dejó ir mi mano. Yo me retiré hacia el respaldo de la silla que ocupaba junto a su cama y lo contemplé atento. Este a su vez me devolvió su mirada afable a pesar del estado mortecino de su rostro:

—¿Algo te inquieta, hijo?

—¿Lo estás tú? —quise saber, pues al momento de tocarme no podía percibir otra cosa viniendo de él más que una absoluta calma—. Nervioso.

Paul Edwards sonrió y su pecho se movió en un suspiro arduo:

—A mi edad no tengo mucho que perder. Sobre todo en mi condición. Cuando el diagnóstico presuntivo más aceptado es la muerte, no es que haya un pronóstico peor. Cualquier cosa que suceda me ayudará, o bien dejará las cosas tal y como están.

No podía dejar de admirarme de su fortaleza. En todo mi tiempo no había conocido jamás a otro ser humano más conforme con la idea de su deceso. Aunque, claro, mi rubro se orientaba a la otra cara de la moneda, o no tendría nada que ganar.

—Joan me lo contó todo —admití de pronto, ante la mirada perpleja de Paul—. Me contó el modo en que murió su madre.

Paul se quedó mudo. Luego asintió y llevó la vista a la ventana:

—Así que lo hizo... ¿Qué te dijo?

—Me dijo que murió en un accidente. Y mencionó... a un ave.

Paul devolvió su mirada a la mía mientras lo sopesaba.

Los Dos CaídosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora