Después de abandonar los suburbios y tras alrededor de una hora de caminata por la ciudad, no me costó demasiado hallar el primer recinto dedicado a la actividad nocturna.
Si el cartel que lo señalizaba resultaba cuando menos ambiguo; la música, el olor a cigarrillos y el barullo de jóvenes eufóricos viniendo del interior eran una seña inconfundible.
Dudé por algunos instantes, aún no del todo seguro de qué esperaba encontrar dentro, pero resolví que no lo descubriría quedándome en la puerta, y dar pie atrás ahora y volver por donde había venido sería igual que nunca haber salido de casa. Un total despropósito. Por lo cual, armado de nueva determinación, penetré al interior.
Dentro, el ambiente estaba saturado de una espesa niebla; fétida a tabaco, alcohol y sudor; y los ánimos se hallaban exaltados.
A dondequiera que mirase me encontraba con grupos cada cual más variopintos de personas avocadas a un sinnúmero de actividades diferentes. Juego y baile, tabaco y bebidas, risas y disputas; grupos de amigos inmersos en charlas ruidosas, y parejas solitarias, apenas cobijadas por la oscuridad, entregadas sin vergüenza a sus pasiones.
Sitios como estos eran idóneos para hallar a los míos. No dudaba que los hubiera ahora mismo, mezclados en la muchedumbre, pretendiendo ser humanos; al igual que yo... aunque con una misión algo diferente.
Los demonios que pululaban por el plano terrestre tenían una labor propia que cumplir: la de corromper cuantas almas les fuera posible; susurrándoles dulcemente al oído para alentar ideas audaces, torciendo sus cabezas en la dirección de las tentaciones, y exacerbando su apetito por el vicio y la carne hasta volverlo voraz e incontenible.
Pero esta misión tenía, por supuesto sus limitaciones...
Existe una ley, la cual rige de manera universal sobre todos los seres, y que es más poderosa que cualquier fuerza conocida. Esta constituye el principio primario y supremo, y no puede ser quebrantada; aún por seres como nosotros: el Libre Albedrío.
De manera que ni aún un demonio; ni siquiera uno de mi estatus, podía gobernar sobre las acciones de un ser humano.
La influencia era todo el poder que teníamos permitido ejercer. Y los esbirros de Lucifer elegían para esto víctimas con voluntades endebles, fáciles de quebrantar. Y la mayoría de los seres humanos lo eran.
Pero a la Estrella de la Mañana no le interesaban las almas como aquellas. No eran para él sino el equivalente a fruta pútrida, ya caída del árbol, sucia de tierra e infesta de moscas y larvas de mosca; la cual no tocaría nunca con sus delicados labios. No eran más que el abono que utilizaba para nutrir y ayudar a crecer el fruto que en verdad ansiaba su paladar.
Las que él apetecía, eran aquellas turgentes y brillantes; tiernas en su rama. Aquellas que solo yo tenía la habilidad de sesgar, para luego ofrecérselas a nuestro soberano, listas para ser degustadas como el único manjar capaz de saciar su ego famélico.
Pues, entre todos los demonios era yo, Mephistopheles, el único con la potestad de pactar. Y, mientras que el arrepentimiento y la rectificación estaba al alcance de todos los seres humanos, aún bajo influencia demoniaca, mientras su Libre Albedrío se mantuviese intacto, desde el momento en que estos elegían, por voluntad propia, hacerme entrega de su alma, una vez sellado el trato este era irrevocable.
O, al menos... eso había creído, antes de perder contra Azrael.
Visto de ese modo, el descontento de Lucifer para conmigo estaba justificado. Al llevarle deliberadamente el fruto recogido de los suelos, atemorizado de un nuevo fracaso, había envilecido mi misión encomiada por él y reducido mi estatus al de un demonio cualquiera.
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Los Dos Caídos
FantasyLucifer ha castigado a su demonio más amado... convirtiéndolo en humano. Mephistopheles, el príncipe de los demonios, pasa su existencia inmortal víctima de la apatía, llevando a cabo en la Tierra la tarea de pactar almas para Lucifer, soberano de I...