Tal y como prometió, Dana Joan Edwards pagó todos los gastos del hospital. Y a la mañana siguiente, vestido con ropas que ella misma me proporcionó, hube de aguardar hasta el final de su jornada laboral para marcharme con ella del hospital con una lesión de poca seriedad en la pierna izquierda y algunos raspones en el lado contrario del rostro, sobre el que había aterrizado.
—¿Listo, señor Mostar? —preguntó ella, en cuanto nos reunimos en el pasillo fuera de mi habitación—. Parece que la ropa le quedó bien. —Y torció una sonrisa en la que creí percibir un atisbo melancólico, el cual imaginé que se debía al incidente de esa madrugada.
Le quité la vista, perturbado otra vez por su rostro. ¿Serviría de consuelo si le dijera que el joven al que creía que había fallado en salvar en realidad ya no podía ser salvado, sin importar qué hiciera?
Por mi parte, contemplé las prendas con algo de disgusto. No eran nada como lo que solía usar... Una camisa incómoda y tiesa, abotonada hasta el cuello y del feo color de la carne del salmón, y pantalones crema, de una tela gruesa y rígida.
—Estoy listo —consentí, y caminé sin mirarla cuando ella lo hizo.
Hube de actuar normalmente para esconder el hecho de que era mi primera vez usando ropa humana que no fuera la ligera bata del hospital, pero los zapatos me comprimían los dedos, sintiéndose ajenos en mis pies y el abrigo que me dio se sentía pesado y limitaba los movimientos de mis brazos.
Por su parte, ella no llevaba puesta la gabardina blanca que usaba en el hospital. La había cambiado por una chaqueta marrón sobre el uniforme.
Se despidió de la enfermera rubia, quien a su vez nos dijo adiós con una sonrisa, y luego Dana Joan me condujo fuera del hospital, hasta su automóvil.
Me percaté de que nunca había viajado con anterioridad en ninguna clase de vehículo, por lo que incluso la experiencia de salir del aparcamiento fue nueva. Todavía más la sensación de ir en movimiento a gran velocidad.
Los controles del automóvil lucían intricados, pero ella parecía docta a la hora de maniobrarlos y me entretuve en sus manos y pies, más que en el paisaje fuera de la ventana; el cual ya me era conocido y monótono.
—Suerte que use la misma talla que mi padre. Es casi tan alto como él —dijo Dana Joan—. Él... solía tener su misma constitución también —añadió, y volví a percibir en su tono el mismo cariz afectado de antes.
De manera insospechada, el saber a quién pertenecía la ropa, aunado a la forma en que decayó su ánimo en ambas ocasiones, al mencionarlo, me reveló algo más. O bien habría perdido a su padre, o este estaba lejos por algún motivo.
—¿Le agrada?
—Es apropiada —fue todo lo que dije, escrutando su expresión. Pero lo hice por poco tiempo antes de ver reflejado en sus rasgos el rostro de mis recuerdos y apartarle la vista para ponerla nuevamente en sus manos y pies maniobrando el vehículo.
—Cuénteme de usted —dijo de pronto.
Alarmado, llevé los ojos regreso a ella, y me devolvió una mirada atenta por el rabillo de su ojo.
—¿Con qué propósito? —pregunté con acritud.
—Solo para saber un poco más de mi nuevo inquilino. —Levantó los hombros levemente. Me recordó al afán de desplegar las alas, pero ella no las poseía; así que no comprendí el fin del gesto. ¿Qué significaba? Lo emulé, en espera de que desencadenase alguna reacción en mi cuerpo humano; mas no hubo ninguna—. ¿Y bien, señor Mostar?
ESTÁS LEYENDO
Los Dos Caídos
FantasyLucifer ha castigado a su demonio más amado... convirtiéndolo en humano. Mephistopheles, el príncipe de los demonios, pasa su existencia inmortal víctima de la apatía, llevando a cabo en la Tierra la tarea de pactar almas para Lucifer, soberano de I...