6. El Faro

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La comida que probé en el restaurante fue una sorpresa agradable y nada como lo que había probado hasta ese momento. Carne de res asada en el exterior, rosada en el centro, muy suave y jugosa, acompañada de papas cortadas en bastones, crujientes y saladas. Joan eligió por mí y ella comió lo mismo. Mi interés por la comida humana se vio acrecido nuevamente.

Dana Joan pagó todo, y después, tal y como era el plan, me llevó lejos de la ciudad, por una cumbre empinada, todavía sin revelarme nuestro destino. Y cuando al fin detuvo el auto, en un sitio desierto de gente, me indicó bajar y caminar con ella.

Transitamos el resto del camino por un sendero en ascenso, conformado de roca erosionada de color oscuro. Al llegar a la cima, una gruesa barrera metálica delimitaba el camino, impidiendo el paso hacia lo que parecía ser una inmensa altura, solo a juzgar por el hecho de que al frente el paisaje se accidentaba de manera abrupta, dejando nada más que la vista del cielo. Un coro de rumores graves evocó en mí una escalofriante familiaridad, a la vez que me dio una ligera idea de a dónde nos estaba llevando, y el aroma salino que impregnaba el aire corroboró mis sospechas antes de que la visión del océano apareciera del otro lado, en toda su inmensidad.

Teñido de los mismos tonos opacos del cielo abovedado de nubes, y oculta la línea del horizonte por un espeso velo de bruma, el mar parecía fundirse al firmamento, conformando un todo gris e infinito.

Bajé la vista al pie del risco, del otro lado de la barrera, y mi estómago se estremeció de vértigos, los cuales adiviné propios de mi nueva naturaleza humana, pues nunca antes, al vuelo, me habían intimidado alturas similares, ni aun mayores. La caída era larga, y terminaba de forma abrupta en un roquerío negro y agudo, azotado por aguas embravecidas. Y mientras que el mar al frente descansaba en calma, abajo, las olas rompiendo contra el zócalo del peñasco suponían una amenaza pertinaz.

Un vago recuerdo asomó a mi memoria. Como un objeto olvidado al fondo de una caverna oscura e insondable, se hallaba perdido tan profundo que huía al alcance de la luz... pero su solo tacto en la oscuridad, a tientas y a ciegas, me resultaba conocido.

Sacudí la cabeza para evitar las imágenes, pero las solas sensaciones fueron vívidas. Una caída mortal; un terrible golpe contra los peñascos; el bramido furioso del océano... y un grito estremecedor.

—¿Qué es este lugar? —articulé con cautela— ¿Qué hemos venido a hacer aquí?

Dana Joan se acercó a la barrera y apoyó las manos sobre el metal perlado de humedad. Hice lo mismo, pero el frío me sorprendió y las retiré, asustado.

—Mira a tu alrededor, Philes —pidió—. ¿Ves algo que llame tu atención? Algo... que te parezca especial sobre este lugar.

Hice lo que me indicaba. No distinguí nada al principio; nada sino el mar, el cielo, y la roca oscura que conformaba el risco.

Pero entonces, capté algo a la distancia: erigido en un escollo en medio de las aguas, parcialmente oculto y desdibujado por la bruma, había una especie de alminar. Lucía viejo y derruido, la pintura que le cubría estaba opaca y erosionada, y parecía que años de ser embestido sin piedad por la fuerza de las olas le hubieran inclinado ligeramente.

No constituía ninguna clase de visión prodigiosa. Ni siquiera llamaba especialmente la atención, de modo que dudaba que fuera aquello lo que buscaba. No obstante, el tiempo que me detuve en él fue suficiente como para que Dana Joan se percatase de que lo miraba:

—Es el viejo faro. —Pasó a descansar en la baranda con los antebrazos—. Tiene más de cincuenta años. Ha servido tanto a grandes embarcaciones de carga y transporte como a pequeños botes de pesca desde que se construyó —me contó—. Sin embargo, nunca ha sido restaurado. —Le di un segundo vistazo. Eso era evidente. El tono de Joan se ensombreció de pronto—. Algún día... la luz dejará de funcionar. O se habrá debilitado tanto que colapsará con la próxima tormenta. Afortunadamente, nadie vive allí.

Los Dos CaídosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora