10. Condolencia

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El trayecto al hospital fue silencioso. Demasiado... Solía creer que prefería a Dana Joan callada y sin hacer preguntas, pero en esta ocasión el silencio se sentía más como un zumbido, el cual era aún más enervante.

Mantuve la vista en la ventana, observando la vía y a los autos pasar en el otro carril. Por el espejo retrovisor del costado divisé el automóvil de color azul de Devon, en el que viajaba junto con sus hijos y una muchacha del grupo que estaba con él en el parque.

El sonido de un sollozo me hizo apartar la vista del espejo y llevarla. Alcancé a ver a Joan retirarse una lágrima de la mejilla. Continuaba muda como una tumba.

—¿Qué es lo que sucedió? —me aventuré a preguntar.

Joan se limpió la nariz con el talón de su mano. Requirió de algunos segundos para poder hablar.

—Uno de los niños de la fundación... acaba de fallecer.

La contemplé mudo unos instantes, y pestañeé al sentir el ardor en los ojos, señal de que había cesado de hacerlo. No supe qué decir o cómo reaccionar. Era una noticia desdichada; eso resultaba obvio, mas no pude apenarme por ello; no conocía al chiquillo en cuestión. Sin embargo, la expresión desolada de Joan fungió en mí el mismo efecto.

—¿Cómo? —fue todo en cuanto pude pensar.

Joan sollozó quedamente:

—Él solo —se alzó de hombros y movió la cabeza, como desprovista de palabras—... no resistió más.

Si era uno de los niños de la fundación, significaba entonces que había sucumbido a la misma enfermedad de su padre, Paul. Y posiblemente por ello resultase más trágico para Dana Joan.

—Lo vi hace unos días, cuando visité el orfanato —continuó ella—. Me hizo un hermoso dibujo... Le dije que lo colgaría en mi nevera, y lo olvidé... Ahora ni siquiera puedo recordar en dónde lo puse. —Se le escapó un sollozo más sonoro y alto que todos los anteriores, el cual le sacudió el pecho.

Ladeé el rostro sin comprender la relación entre ambos eventos, ni determinar por cuál de ambos se hallaba afectada.

—Lo encontraremos —le aseguré, en el afán de librarle al menos de una de sus tribulaciones; pero aquello solo provocó que las lágrimas que ya no se molestaba en secar se volviesen más caudalosas, aun cuando su expresión permaneció hierática e inamovible.

Llegados al hospital, Joan se apeó del vehículo de inmediato. Yo bajé por mi propia puerta y la seguí cuando se lanzó corriendo en dirección a la puerta. Habíamos perdido el auto de Devon en una luz roja y ella no optó por esperarlo.

Apenas presté atención a nuestro camino, y lo transité sin pensar en nada por sobre el sonido de sus jadeos estertorosos y el azote de puertas a nuestro paso. Llegamos así a la sección en la que Paul Edwards estaba hospitalizado, al otro lado de una puerta doble de cristales. Allí, en medio del largo pasillo había una pareja joven de un hombre y una mujer. Incluso antes de llegar con ellos podía oír los plañidos desconsolados provenientes de la mujer, abandonada a su llanto sobre el pecho de su compañero. Colgaba de su cuello con rodillas débiles y brazos desesperados, como un pajarillo abatido al vuelo, guindando con sus últimas fuerzas de las ramas, amenazado por el precipicio.

—Esther —llamó Joan, y la mujer al frente, cabello oscuro y rizado, con el rostro enrojecido por el llanto y los ojos sumergidos en lágrimas abandonó los brazos del hombre para ir a encontrarla a medio camino.

Los Dos CaídosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora