13. Mil vidas

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A la hora acordada me hallaba apoyado en la baranda hacia los riscos, contemplando ahora con claridad la batalla feroz de las olas al pie del precipicio. El desasosiego de mi mente me llevó a imaginar que podría ver en cualquier momento el cuerpo de Theo entre las corrientes. ¿En dónde estaría ahora? ¿Habría hallado descanso en un banco de arena, o era todavía flagelado por las aguas? ¿Y en dónde se hallaría su alma ahora? ¿Erraría aún en el limbo, o se habría resignado a su destino?

—Eres puntual. Como se espera de un ángel.

Dame se acercaba por mis espaldas con las manos en los bolsillos de una chaqueta de cuero gruesa. El viento le sacudió el pelo negro en la frente y ella me hizo una seña para que la siguiese:

—Andando, Mirlo.

—¿A dónde?

—Adonde no puedan molestarnos.

Me llevó por un costado del mirador, donde una escalinata de piedra nos otorgó el acceso a la playa. Una vez abajo, seguí a Dame hasta los roqueríos, y ella saltó hábilmente de una en una sobre las rocas, indicándome seguirla, lo cual hice con mayor cautela.

Se sentó en una roca amplia y lisa y me indicó el lugar frente a ella.

—¿Por qué me has traído hasta aquí?

—Ayer preguntaste qué quería decir con que «oí» a Portos y a sus esbirros.

La escruté un momento y di una cabeceada. Ella fingió estar apesadumbrada, y alargó el labio inferior en una mueca triste:

—Pobrecillo Mirlo... ¿es que Lucifer no te ha enseñado nada? Te abandonó aquí sin saber cómo ser un humano, cuando todavía ni siquiera habías aprendido cómo ser un demonio.

Su tono forzado para parecer triste me irritó. Me levanté a punto de marcharme, pero ella me detuvo por una mano, riendo:

—¡No te lo tomes tan a pecho, pajarillo! Mi condolencia es sincera.

—No necesito tu compasión.

—No te sientas mal por ello; no se lo enseñó a nadie más. Ven. —Ella me compelió a sentarme y lo hice de mala gana—. Y con respecto a las otras cosas que te dije que sabía... tampoco me las enseñó Lucifer. A ninguno de nosotros. Ha sido un padre negligente, pero eso ya lo sabes.

—¿Entonces cómo las has aprendido tú?

Ella retiró la vista al mar un momento y se explicó:

—Cuando fuimos desamparados aquí en la tierra tuvimos que aprender. No tuvimos elección. Otros perecieron para que los que sobrevivimos pudiésemos alcanzar el conocimiento necesario para no correr su misma suerte.

Entorné la mirada. Los demonios no habían sido jamás seres altruistas, consternados por el bienestar de sus congéneres. Me era difícil de creer que hubiesen estado ayudándose todo ese tiempo.

—¿Escéptico? —Leyó en mis pensamientos como en un libro abierto—. Yo también lo estaría. Pero no se trata de nada remotamente parecido a la generosidad; sino más una especie de relación simbiótica. Intercambio de conocimiento en beneficio personal. Y es lo que pretendo ahora.

Suspiré. Desde luego que tendría motivos ulteriores... Pero decidí escucharla. Ya estaba allí.

—Entendí que no puedo pedirte que me creas en que puedo serte de utilidad si no te lo demuestro, así que por esta vez seré quien ceda, por el bien de esta tregua, y empezaré enseñándote algo básico.

Los Dos CaídosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora