Olegario Santana y sus amigos son de los primeros en llegar al lugar del mitin. Gregoria Becerra quiere quedar lo más cerca posible de los balcones y apura a su hijo Juan de Dios para que no se aleje mucho de su lado. En cambio ya casi se ha rendido al hecho de ver a su hija Liria María retrasándose siempre junto a ese jovencito de ojos adormilados. José Pintor y Domingo Domínguez, al oírla lamentarse y mover la cabeza en un gesto de resignación, la consuelan con la cuchufleta de que aparte de ser honesto y trabajador entre los trabajadores, el muchacho es más tranquilo que un volantín sin viento.
Un poco más atrás, a pleno sol, tomados de la mano y sin dejar de mirarse un solo instante, Idilio Montano y Liria María casi no se percatan del gentío que empuja, canta, grita y suda a su alrededor. Para ellos la huelga ha cambiado completamente de sentido. Ahora toda ella no es más que la escenografía grandiosa para la puesta en escena de la sublime obra de su romance inmortal. Creen con el alma que cada uno de los acontecimientos derivados del conflicto se han confabulado sólo para dar realce a la historia de su amor. Su encuentro en el pueblo de Alto San Antonio, la épica marcha a través del desierto y su estadía ahora en esta ciudad llena de comercio y casas como palacios de cuento, no es más que la espléndida trama de su enamoramiento. Y mientras la agitada muchedumbre a su alrededor, sufriendo los efectos de la canícula aplastante, no deja de clamar y reclamar sus reinvindicaciones, y levantan carteles y flamean banderas y redoblan tambores, y cada uno sufre y se afana en los más mínimos pormenores del conflicto, ellos, embelesados de amor, íngrimos, como protegidos por una sombrita de nube propia, parecen como tocados por la gracia divina. No dicen nada, no escuchan nada, no piensan nada. Todo lo que hacen es entrelazar sus manos en una sola rosa lírica, húmeda, carnal. Y mirarse. Mirarse interminablemente. Él descubriendo que en los ojos claros de ella se refleja la luz del primer día de la creación; ella, que en los ojos negros de él se descifra la oscuridad de la noche primigenia, y ambos vislumbrando la verdad irrebatible (pero simple como el oro) de que la noche y el día juntos conforman el misterio de la unidad del mundo, el misterio insondable de la unidad de la vida, de la unidad del amor.
Pasado un rato largo, cuando los miles de obreros acabildados bajo los palcos de la Intendencia, achicharrados por el sol, ya comenzábamos a despotricar por tanta demora, un integrante del comité, apareció en lo alto de la tribuna. Era un joven patizorro de la oficina La Perla. Inmediatamente el silencio se hizo general. El joven, papel en mano, el sombrero echado atrás y secándose la frente con un pañuelo arrugado, comenzó a leer con un vozarrón de trueno que ya se lo hubiera querido cualquier capataz de cuadrilla. La proposición hecha por las autoridades consistía en que obreros y patrones debían acordar una tregua de ocho días como mínimo, tiempo que los agentes y las compañías salitreras consideraban absolutamente necesario para consultar a sus jefes respectivos en Inglaterra, Alemania y en los demás países europeos en donde tenían sus despachos. Mientras tanto, y esto era lo esencial, los huelguistas deberían volver a su trabajo en la pampa, para lo cual ya se estaban preparando y poniendo a disposición algunos convoyes del ferrocarril salitrero. Los señores industriales por su parte se comprometían formalmente a dar contestación en el plazo acordado, y que si ésta resultaba desfavorable, los obreros quedaban en pleno derecho a abandonar sus faenas cuando estimaran conveniente.
Fue como si nos hubiese caído un rayo.
El descontento nos quemó el pecho por dentro y la rabia nos retorció las tripas como vidrio molido. Nuevamente nos sentíamos engañados y humillados por la soberbia y el desprecio de los industriales. Para esos marrulleros del carajo cada uno de nosotros no era sino un número en las planillas, unos parias sin más derechos que los de las mulas que arrastraban las carretas de caliche en la pampa. Un ¡No! rotundo escapó entonces de las gargantas pampinas. Un clamor colosal inundó todo el ámbito de la ciudad rechazando la propuesta y persistiendo en el plazo de veinticuatro horas para que los señores industriales dieran su respuesta.
Y cuando la protesta de la muchedumbre comenzaba a subir de tono y los ánimos se caldeaban peligrosamente, apareció en la tribuna el abogado, señor Viera Gallo. Con su monóculo en la mano y su eterna sonrisita de beato en domingo de ramos, tras saludar a la masa con un afectado gesto de paternidad, el abogado infló sus plumas en un carraspeo solemne y luego se soltó en un florido discurso de tono rimbombante, una perorata en la que no pudo dejar de sacar a colación, junto a los grandes intereses de la patria, la roja sangre araucana, la valentía de nuestros héroes, la hermosa bandera tricolor jamás arreada ante el enemigo, y otras lindezas por el estilo. «Vosotros, soldados de acero —terminó diciendo retóricamente el abogado—, vosotros que habéis cruzado infatigables y serenos las candentes arenas de la pampa que se dilatan infinitas en el horizonte; vosotros que habéis delegado en un comité directivo todas las atribuciones, ahora tenéis el deber de acatar esa resolución, pues dicho comité ya lo aprobó y por consiguiente os toca sólo obedecer y guardar silencio».
—Esas son paparruchadas de futre leído —masculla Olegario Santana.
—¡Puras bolas de político patrañero! —recalca a su lado José Pintor.
Y cuando Domingo Domínguez, que se ha ido corriendo de a poco hacia adelante, está a punto de saltar a la palestra a rebatir al abogado pendejo, el joven dirigente obrero que había leído las bases propuestas, toma de nuevo la palabra. Sin amilanarse ni temblarle el bigote, mirando directamente a la cara del abogado, dice que el caballero está equivocado medio a medio; que el comité no ha aceptado tales bases; que lo que ha hecho es recibirlas y ahora las presentaba a la asamblea para que ella acordara su aprobación o repudio.
—¡Las repudiamos! —fue el grito que a una sola voz se oyó en la multitud.
Domingo Domínguez, entonces, exaltado hasta la inflamación, forma bocina con las manos y se hace oír por sobre el bullicio de la turba diciendo que grandes causas se han perdido a través de la historia por culpa de algunos próceres campanudos que con su oratoria ampulosa han logrado engatusar a las masas. Tras el instante de silencio que se hace entre los huelguistas, y para sorpresa de sus amigos, el barretero aparece de pronto encaramado en lo alto de la tribuna. Allí, echando mano a todas sus dotes teatreras, con tanta o más prosopopeya que el propio abogado Viera Gallo, y olvidando por completo el problema de su dentadura floja, improvisa un sublime discurso que es ovacionado largamente por los huelguistas.
—Yo, obrero de la pampa —comienza diciendo en tono engolado Domingo Domínguez—, átomo insignificante de la sociedad, levanto mi voz para rebatir la verba arrebatadora del señor abogado aquí presente. Mis palabras tal vez no alcancen a desvanecer el influjo magnético dejado en el aire por el gran orador que es el señor Viera Gallo, pero sepan ustedes que ellas de ninguna manera son el hueco cascabeleo de los trajes de pierrots, sino que nacen del fondo más íntimo de mi alma. Mis palabras son la expresión sincera del obrero que, vegetando en las candentes arenas del desierto, como ha dicho el mismo señor abogado, ha venido aquí nada más que a reclamar justicia. No somos una tracalada de salvajes sin Dios ni ley, ni traemos bandera de exterminio para nadie, sólo queremos algo tan simple como que se nos pague un salario justo, a un tipo de cambio de 18 peniques, que es la cosa más legítima del mundo. Pues debo decir que ellos, los señores industriales, en nada se perjudican con la baja del cambio, muy al contrario, aprovechando esa circunstancia, nos quitan a nosotros la mitad del jornal que nos pagaban antes. Es inútil entonces que en estas condiciones se recurra al manoseado expediente de hablarnos en nombre de la patria y sus gestas gloriosas. Eso es como querer engañar a unos niños con lentejuelas de clowns de circo. No nos vamos a dejar convencer con esa clase de arengas patrioteras, pues no es posible que hayamos hecho un sacrificio estéril, no es posible que hayamos echado el bofe caminando por las arenas del desierto, con mujeres y niños a cuestas, para volver a las calicheras con apenas una frágil ramita de esperanza entre las manos, una pobre esperanza que mañana seguramente se disipará sin remedio al primer soplo del viento pampino.
Luego de las palabras de Domingo Domínguez, y de las improvisaciones de otros operarios envalentonados por la aclamación dada al barretero, se reanudó nuevamente el parlamento entre las autoridades y la delegación de los huelguistas. Y después de otra hora de debates, mientras en la calle todos gritábamos y queríamos hacer uso de la palabra, apareció en el balcón el señor Julio Guzmán García. En la expresión de su rostro percibimos algo que de entrada nos dio mala espina. Con su voz de flauta y sus ademanes de caballero remilgado, el Intendente nos anunció, complacido, que al fin se había logrado una resolución final. Que, de común acuerdo con los dirigentes obreros, se había llegado a la conclusión categórica que de todas maneras se necesitaba el plazo de ocho días pedido por los señores salitreros para tener una contestación definitiva a nuestras reclamaciones. Que ese punto era ineludible. Y que mientras tanto podíamos volver tranquilos a la pampa, porque él, como primera autoridad de la provincia, nos prometía que todas y cada una de nuestras peticiones serían expuestas claramente. Que tuviéramos confianza en sus palabras. Y que en la eventualidad de que, cumplido el plazo fatal, nuestro petitorio no fuera aprobado por los patrones, podíamos estar seguros de que él mismo, el Intendente en persona, pondría trenes en las estaciones de cada una de las oficinas salitreras para que bajáramos a Iquique.
Mientras la autoridad hablaba, un silencio de duelo comenzó a cernirse sobre la muchedumbre. Decepcionados y amargados hasta casi el llanto, los pampinos nos mirábamos las caras unos a otros sin entender muy bien qué carajo era lo que ocurría. Lo único que empezábamos a sentir claramente era que habíamos atravesado medio desierto por las puras arvejas.
La autoridad provincial terminó diciendo que a las cinco de la tarde estarían listos los trenes que nos conducirían de vuelta a nuestras faenas. Que aquí se quedaban nuestros representantes, en número de cinco por oficina, para defender la causa. «Ellos —remató, tratando penosamente de emular la arenga del capitán Arturo Prat— sabrán cumplir con su deber».
Después de esto, el gentío comenzó a disgregarse refunfuñando amargamente. El desgano había hecho presa de todos. El grueso de los huelguistas se encaminó hacia los recintos del Club Hípico en donde, según se había dicho desde los balcones de la Intendencia, antes de partir a la pampa se nos serviría un trozo de carne asada de dos bueyes chunchos beneficiados especialmente para nosotros. Otros, en tanto, los que andaban con mujeres y niños, aprovechando el poco tiempo que les quedaba en el puerto, se fueron a conocer los paseos de la ciudad o a caminar por la playa. Como en esos mismos instantes comenzó a correr la voz que un grupo de veintidós mujeres, rezagadas en la marcha, habían asomado medio muertas de cansancio en el cerro, por el lado de los estanques de agua, un numeroso grupo de pampinos resolvió inmediatamente subir a recibirlas. Y porque se decía que junto a las mujeres venían algunos niños enfermos, una tropa de soldados subió también para bajarlos al anca de sus caballos.
Al terminar la concentración, mientras la trifulca de gente se revuelve y desparrama en todas direcciones, y Domingo Domínguez y José Pintor reclaman en voz alta que de nuevo nos han guaneado estos gringos del carajo, que ahora hay que sentarse en una piedra a esperar la respuesta al petitorio, pues los barones de Londres van a contestar para las calendas griegas, Gregoria Becerra se da cuenta de que su hijo Juan de Dios no se ve por ninguna parte. «Lo único que faltaba», se dice nerviosa. Primero les pregunta a sus amigos si alguno ha visto por ahí a ese pergenio de porquería. Luego se acerca a preguntarles a cada uno de los conocidos que encuentra a su paso. Después, ya tomada completamente por los nervios, empieza a correr de un lado a otro hurgando y averiguando entre los grupos de gente que se disuelven con sus banderas y carteles plegados bajo el brazo. Todo en vano. Ahora que hay que volver a la pampa, el niño parece haberse desvanecido en el aire. La angustia hace presa de Gregoria Becerra y Liria María comienza a llorar.
Los amigos resuelven que lo más conveniente en esos casos es repartirse y buscar en varios puntos a la vez. Olegario Santana y Domingo Domínguez irán a buscar en los recintos del Club Hípico; Idilio Montano y José Pintor recorrerán las calles aledañas a la Intendencia. Gregoria Becerra se quedará junto a su hija esperando ahí mismo, por si el niño regresa.
—Tan difícil de manejar que me salió este niño —se mesa las manos con desesperación, Gregoria Becerra—. Si es como tirar un burro de la cola.
Mientras madre e hija aguardan mirando y fijándose en cada niño que pasa ante ellas, un gran contingente de soldados, marineros y policías a caballo, comienzan a copar las calles principales. De igual forma, cual si hubiesen estado aguardando el final del mitin encajonadas a la vuelta de la esquina, varias bandas militares empiezan a recorrer el centro interpretando aires marciales y melodías de moda para deleite de la gente que, en medio de una dorada nube de polvo, remolinea y las sigue llenas de entusiasmo. En medio de su angustia, Gregoria Becerra se da cuenta de que muchos pampinos se han dejado emborrachar la perdiz y comienzan a convencerse de que todo se ha solucionado para bien, y hasta se muestran felices de la situación.
Cuando una hora más tarde, sudorosos y agitados, los amigos vuelven a reunirse con Gregoria Becerra, ésta y su hija, afligidas hasta las lágrimas, se han sentado en la vereda esperando y rezando a la Virgencita de la Tirana. Aunque todos vienen con las manos vacías, el carretero trae el dato esperanzador de que un grupo de niños, al enterarse de que a las cinco de la tarde regresaban a la pampa, se escabulleron hacia la playa con la intención de darse un baño de mar antes de partir. Cuando Idilio Montano se ofrece para ir en su busca, Liria María, con sus mejillas pálidas hasta la transparencia, pide a su madre que si puede acompañarlo.
—Mejor que vaya el joven solo —dice asonambulada Gregoria Becerra—. Sería una lindura que ahora perdiera también a mi hija.
Al partir Idilio Montano los demás amigos deciden no volver al Club Hípico donde se ha concentrado la gente para salir en columna a embarcarse hacia la pampa. Sentados ellos también en la vereda, se quedan acompañando a las mujeres que no paran de rezar para que aparezca Juan de Dios. Liria María, que ya no sabe si pensar en su hermano o en la posibilidad terrible de no volver a ver nunca más a Idilio Montano, se tapa la cara con las dos manos y comienza a llorar de nuevo.
Tras un rato de barajar posibilidades y dar ánimos a las mujeres, Domingo Domínguez aparta un poco a sus amigos y les dice, en voz baja, que reciencito nomás se ha dateado sobre un boliche que está vendiendo licor por la puerta chica, aquí a la vuelta de la esquina. Que él está dispuesto a empeñar su anillo de oro si es necesario. «Estoy que muerdo por un trago», dice, pasándose la lengua por su bigotito blanco.
Olegario Santana, pensando en la preocupación de las mujeres, opina que lo mejor es dejarlo para otra ocasión.
—O para más tarde —interviene José Pintor.
El barretero conviene a regañadientes.
—Tendré que conformarme con tragar salivita —dice, haciéndose el atormentado.
Cuando las campanadas del reloj de la torre de la plaza Prat están dando las cinco de la tarde, los amigos ven pasar la columna de obreros que, desde el hipódromo, se dirigen a la estación de trenes a embarcarse de vuelta hacia la pampa. Con las banderas al viento, pero sin los carteles de reclamaciones, los pampinos marchan flanqueados por soldados de infantería y caballería que mantienen a raya a los cientos de operarios en huelga de los gremios iquiqueños que, desde las aceras, los siguen gritándoles que no se vayan, compañeros, no regresen a las calicheras, sigan adelante con la huelga, que los trabajadores de Iquique estamos con ustedes, hermanos!
Lo que llama la atención de los amigos es que al frente de los huelguistas va una gran banda de regimiento marcándoles el paso al son de patrióticos himnos marciales.
—Estos babosos quieren hacer creer que nos vamos de Iquique como vencedores —dice con bronca Olegario Santana.
A lo lejos, como apurando el tranco de los obreros, se oyen resonar los pitazos urgentes de una locomotora.