El lunes 23 de diciembre, dos días después de la matanza, las calles centrales de Iquique, silenciosas y casi desiertas, todavía rezumaban olor a sangre. «El aire huele a rosas marchitas», decían los pasajeros que desembarcaban en el puerto esa mañana.
Hasta los paseos más concurridos de la ciudad, aún a mediodía de ese lunes convaleciente, se veían vacíos y tristes, y sólo a las puertas de algunos consulados acudían silenciosos grupos de gente. Se trataba principalmente de obreros extranjeros que pedían ser repatriados y de chilenos que solicitaban asilo y carta de ciudadanía. El único consulado que había cerrado sus puertas a la gente era el de Estados Unidos. En los días previos a la masacre, el cónsul había estado pidiendo insistentemente a su gobierno, a través de telegramas cifrados, que enviara a Iquique a los buques de guerra de la marina norteamericana —el «Washington» y el «Tennessee»—, fondeados por esos días en el puerto del Callao. «Esto —decía en uno de los telegramas el gringo amajamado—, para proteger a los ciudadanos extranjeros, pues los huelguistas han amenazado incendiar la ciudad completamente, lo que sería muy fácil ya que todos los edificios son de madera y muy seca».
De la misma manera, en las redacciones de los diarios, congregaciones de mujeres llorosas y enlutadas aguardaban noticias de sus desaparecidos. El drama de estas mujeres pampinas era que muchas de ellas no sabían realmente si eran o no viudas, pues nunca vieron el cuerpo sin vida de sus maridos ametrallados. Y es que la mayoría de los muertos caídos en la escuela esa tarde de sangre fueron llevados desde allí, sin reconocimiento alguno, directamente a las fosas comunes del cementerio. Y en el cementerio tampoco se exigió el pase respectivo con los datos prescritos. Esperanzadas entonces de encontrar con vida a algunos de sus familiares —se sabía que muchos huelguistas heridos habían logrado esconderse —, estas esposas, madres y hermanas estaban publicando avisos en los diarios pidiendo noticias de sus desaparecidos, describiéndolos con una prolijidad conmovedora. Había avisos en que, además de las facciones del rostro, el color de la piel, la hechura de la ropa, el modo de caminar y el número de lunares, se describía también el tono de voz de la persona buscada, por si alguien en alguna parte lograba reconocerla de oído. Y, por el amor de Dios —se terminaba rogando
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en todos los avisos— cualquier dato fuera entregado a las mismas redacciones de los diarios. Pues la mayoría de estas mujeres no tenía domicilio en la ciudad y lo que hacían era vagar todo el día por las calles preguntando en las casas, buscando en los conventillos, rastreando en las quebradas de los cerros y en los roqueríos de la playa en donde ya se habían encontrado varios huelguistas muertos.
En las afueras del diario «La Patria», entre un grupo de personas que esperan amontonadas, Olegario Santana, sentado en la vereda, se fuma un cigarro tras otro. Esa mañana había visto en el diario los avisos de personas buscadas y pensó que aquella era la única forma de dar con el paradero de Liria María y el herramentero. Recién afeitado, con camisa y pantalón nuevo, pero con su mismo paletó negro —Yolanda lo había limpiado y le había zurcido la rasgadura de bala a la altura del hombro—, ese día Olegario Santana se atrevió a salir del burdel pese a los ruegos de la prostituta. «Lo pueden apresar allá afuera, cielito», le había repetido la mujer de los ojos amarillos, mientras le curaba la herida con permanganato, que en la casa se usaba para curar las infecciones del amor y que era lo único que tenía a mano.
Ahora, mientras fuma en la acera, ensimismado, con el corvo bien escondido bajo la faja —no lo había perdido en la confusión de la masacre, sino que se le había quedado en el cuarto del burdel— el calichero se pregunta si será o no una buena idea poner en el aviso que la niña buscada se parece a la mujer de los cigarrillos Yolanda. De pronto, el corazón le da un martillazo en el pecho: por el medio de la calle, caminado hacia él, viene Idilio Montano en persona.
Los hombres se abrazan emocionados. Atropellándosele las palabras, Idilio Montano quiere saber cómo logró salvarse de la matanza. Olegario Santana a su vez, sin responder nada, le pregunta por Liria María, y si acaso saben lo ocurrido a la madre y su hijo. Idilio Montano asiente con la cabeza. Que la joven, dentro de su tristeza, le dice, está bien, y que se encuentran alojados en la casa de la familia que les prestaba el baño, en donde hay refugiados seis heridos. «En esa casa ya hemos visto morir a dos personas», dice condolido el herramentero. Ellos estarán ahí hasta que consigan pasajes en algún vapor que los lleve al sur. Liria María quiere volver a Talca, y él la acompañará. «Allá en su tierra natal —dice todo aturullado Idilio Montano—, si Dios quiere, nos pensamos casar».
Olegario Santana le pide que lo lleve a verla. En el camino, el joven le cuenta que esa tarde en la playa, al oír el trueno de las ametralladoras, habían corrido como locos hasta la escuela, pero al llegar ya estaba todo consumado. El cuadro que encontraron era de un horror indescriptible. Los pampinos sobrevivientes estaban siendo arreados hacia el hipódromo y en el campo de la plaza, en medio de un barrial de sangre y pirámides de muertos, se hallaba el vicario Rücker y algunos médicos tratando de asistir a los cientos de heridos que, abandonados como perros por el ejército, se morían retorciéndose y gritando de dolor. Cuando hallaron los cuerpos de Gregoria Becerra y de Juan de Dios,
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