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El sábado 14 de diciembre, a las cuatro de la madrugada, la misma hora brutal en que los pampinos nos levantábamos al trabajo, la muchedumbre de huelguistas, como una gran bestia desperezándose, comenzó a ponerse lentamente en movimiento. Pese a lo sacrificado de la hora, muchas casas a lo largo de las calles abrieron sus puertas y ventanas para despedirnos y desearnos suerte en la jornada y darnos algunas cositas para el camino y perdonen lo poco, hermanitos.
Ya fuera del pueblo, en plena pampa rasa, siguiendo siempre la ruta de la línea del tren, iluminados por antorchas y chonchones de carburo, apuramos el paso animosos y llenos de esperanza por nuestro cometido. En realidad, nos parecía increíble la gran epopeya que estábamos viviendo. Y es que, de pronto, nos dábamos cuenta de que ya no éramos sólo un puñado de obreros de la oficina San Lorenzo mendigando un aumento de salario al gringo de la cachimba, sino que de la noche a la mañana, conformando una gran masa de gente soñadora, nos habíamos convertido en una especie de ejército salitrero libertador, en una épica y desharrapada caravana de hombres, mujeres y niños que atravesaban uno de los parajes más inclementes del mundo para exigir por sus justos derechos laborales. Y aunque la mayoría nos lanzamos a la aventura tal y cual nos sorprendió el soplo del coraje —con el puro corazón por brújula y la esperanza como ración de combate—, cada uno sentía dentro del pecho el borboteo de una indescriptible sensación de libertad y audacia. Con los carteles en ristre, las banderas al viento y cantando a voz en cuello un canto que era como el ruido del mundo, las primeras luces del amanecer nos sorprendieron marchando a todo tranco por la arenas endurecidas de salitre. Ufanos de esta gesta proletaria, nuestro paso era el paso ronco de los astros en su tránsito por el universo. «Como el trueno de una nueva aurora levantándose libre en las comarcas de la pampa», según recitaría después, llorando de pura humanidad, don Rosario Calderón, el poeta ciego. Tan llenos de animación marchábamos entre la muchedumbre, tan henchidos de júbilo, tan plenos, que parecía que hubiésemos traído con nosotros los kioscos de música de cada una de las placitas de piedra de las oficinas salitreras, que era lo más alegre que teníamos. Y cuando el primer sol de la mañana, alzándose detrás de los cerros, nos condecoró de oro la frente, nos
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sentimos grandes y hermosos avanzando bajo su tutela y en su misma dirección oeste. Tensado al máximo el arco del pecho, ágiles los pasos en la arena, era como si el cansancio y la fatiga nos volvieran sublimemente inmortales. Alguien nos comparó entonces con el pueblo elegido echado a peregrinar por el desierto en pos de la tierra prometida. Pero nosotros teníamos clarificado de mucho tiempo que el maná no nos iba a llover del cielo, que había que ir a buscarlo, a cobrarlo, a exigirlo a grito limpio. Y por eso marchábamos desafiando la aridez planetaria de la pampa, para reclamar la porción justa de pan que nos correspondía por cada gota de sudor y de sangre derramada en nuestro trabajo. Y pese a que ninguno de nosotros era consciente del hecho, estaba claro que esa mañana la Historia reculaba sorprendida ante nuestra expedición reivindicatoria, ante la grandiosidad de nuestro canto que, pese a estar compuesto de festivas letras de cantinas, el eco de la pampa y lo trascendental del momento transformaba en gloriosos himnos de libertad y justicia universal.
Sin embargo, Iquique estaba lejos. Y al fragor ardiente del mediodía —la hora alucinante de la pampa—, sudados y cansados como perros, entierrados como perros, oliendo mutuamente a perro, con el agua escaseando en las cantimploras y un sol sulfúrico rugiendo en ángulo recto sobre nuestras cabezas, el ánimo se nos empezó a erosionar, a descascarar como una reseca capa de pintura dorada. El calor nos abatía. El aire parecía inflamable. Daba la impresión de que el planeta entero estaba hecho de material candente. De modo que poco a poco se nos fueron amustiando las banderas, se nos fue desluciendo la mirada, apagando la voz y acortando el tranco hazañoso del inicio de la jornada. Y comenzamos a sentir miedo. La pavorosa redondela del horizonte reverberando temblorosa a la distancia comenzó a hacernos flaquear el corazón, a hacernos temer de la muerte, del desvarío terrible de los espejismos azules. No nos dábamos cuenta de que nosotros mismos, la muchedumbre descoyuntada que conformábamos todos —los hombres rendidos, los niños llorando de sed sobre nuestros hombros, las mujeres que trataban de consolarlos mojándoles los labios descuerados con el agua de sus propias lágrimas—, éramos el más formidable espejismo visto alguna vez por ojos humanos en esas desamparadas soledades pampinas. Y entonces, cuando el sol parecía detenido a perpetuidad en mitad del cielo y la columna empezaba a desmigajarse en lánguidos grupos silenciosos, y los estoicos operarios bolivianos hacían sus primeros armados de coca para combatir el cansancio, algunos de los pampinos más veteranos y decididos, constituyéndose en improvisadas comisiones de aliento, se pusieron a recorrer la desmarrida caravana anunciando que ya estábamos por llegar a Estación Central, hermanitos, que ahí descansaríamos un rato para reponer fuerzas y llenar nuestras cantimploras vacías. Haciendo bocinas con las manos, mostrándose lo más enteros y ardorosos de ánimo que podían, los hombrones gritaban que había que ser fuertes, compañeros, que así como no le estábamos entregando la oreja al capitalismo, no había que entregársela tampoco al cansancio. Que la consigna era avanzar de cualquier modo. Ganarle a la dureza de la jornada. Resistir. Y que el más fuerte ayudara y diera una mano al que viera desfallecer a su lado.
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