A las ocho de la noche de ese martes 17, de diciembre cuando recién se han encendido los faroles de gas en los patios de la escuela, y gran parte de los huelguistas con familia se han recogido a sus respectivas salas —no a dormir de inmediato sino a contarse historias de bandidos rurales y casos de animitas pampinas—, a pedido de Liria María y Juan de Dios, el grupo de amigos se va a pasear un rato por el circo.
Además de los obreros alojados en sus recintos, a esas horas la carpa se halla atestada de gente iquiqueña que viene con sus niños a conocer a los monitos sabios, a los perros boxeadores, al par de caballos árabes y a la impávida llama del altiplano andino. De paso aprovechan de mirar los ensayos de los malabaristas, contorsionistas, tragasables y saltimbanquis que cada día, al caer la tarde, unos en la pista de aserrín y otros al aire libre, hacen las delicias de la gente ensayando sus números de destreza y exhibición para mantener sus habilidades en forma. Esto mientras se resuelve el conflicto de los huelguistas y se restablece la normalidad de las funciones.
Al fondo de la carpa iluminada con lámparas de carburo, junto a la gran boca de payaso que hace de entrada a la pista, los amigos encuentran a la bailarina carita de muñeca —siempre con el monito Bilibaldo sobre sus hombros— y al malabarista de sonrisa y gestos aceitosos. En esos momentos ambos se hallan alimentando a los monitos sabios, mientras un gran número de gente de la pampa, con infantil curiosidad, y hablando todos a la vez, los asedian inquiriendo detalles sobre una y otra cosa, todas referidas al oficio circense y a la vida en la carpa. Mientras los jóvenes tratan de responder amablemente a cada pregunta, los monitos atados a una larga cadenilla de metal, vestidos con llamativas ropas llenas de remiendos y parches de colores, hacen toda clase de cabriolas en señal de agradecimiento cada vez que reciben algo de comer.
Momentos más tarde, cuando los artistas están atendiendo a los perritos boxeadores, que al caminar y sentarse en dos patas llenan la cara de risa de Juan de Dios y de Liria María, el barretero Domingo Domínguez, haciéndose el gracioso, le pregunta a la bailarina si acaso el circo no se interesaría en tener entre sus actos artísticos a dos jotes amaestrados, dos ejemplares traídos
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directamente desde las comarcas calcinadas de la pampa salitrera. «Ya me imagino al propio don Juan Sobarán anunciándolos como número principal», dice muerto de la risa. Y poniéndose las manos a modo de bocina, y dirigiéndose a las galerías, pregona con voz circense:
—¡Respetable público: ahora presentamos un número nunca antes visto en ningún circo del mundo. Directamente desde la oficina salitrera San Lorenzo, tomados de las calaminas del mismísimo techo de su casa habitación, aquí están, para todos ustedes, los espectaculares, los maravillosos, los divinos jotes amaestrados de Olegario Santana!
Mientras los demás estallan en una gran risotada, Gregoria Becerra se queda mirando con un dejo de ternura a Olegario Santana. El calichero, más turbado por esa mirada que por la chanza de su amigo, le reprocha en voz baja:
—Podrías cambiar la pega de barretero y quedarte en el circo de payaso.
—A propósito —no deja de reír Domingo Domínguez—, esos pobres jotes tuyos deben estar muriéndose de pensión allá en la pampa.
Liria María, que se ha mantenido todo el tiempo indiferente a los ojos clavados de Idilio Montano y que, junto a su madre, es la única que no ha reído con la chirigota de don Domingo, continúa haciendo preguntas dirigidas especialmente al acróbata de sonrisa empalagosa. Observándola desde el otro lado del corrillo de curiosos, al volantinero le crujen los dientes de ira. Desde la mañana que no ha parado de rondarla como un cachorro desahijado y ya no puede soportar más tanto desaire. Tiene que atreverse a hablarle ahora mismo, se dice, atribulado. Pero en el momento en que por fin se ha decidido a aclarar todo de una vez, un grupo de hombres irrumpe en la carpa anunciando que un convoy de carros planos, atestado de gente de la pampa, viene bajando por los cerros y la orden del día es ir a recibirlo. «¡Tenemos que darles la bienvenida a los compañeros, carajo!», vociferan con los puños en alto los hombres.
De inmediato se produce una estampida y la carpa comienza a desocuparse rápidamente. Y mientras los amigos se ponen de acuerdo para ir a recibir a los del tren, Liria María y Juan de Dios le piden permiso a su madre para quedarse en el circo. Idilio Montano, como un perrito boxeador parado en dos patas, babeante, a punto de dar chillidos, mira lastimosamente a la joven para ver si ella le hace algún gesto o seña indicándole que se quede a acompañarla. Pero la muchacha es de piedra. Y el herramentero, con la cola entre las piernas, no tiene más remedio que salir trotando junto a sus amigos.
A mitad de camino, sin embargo, en medio del tierroso tropel de huelguistas que marchan enarbolando banderas y redoblando tambores, Idilio Montano se las arregla para ir poco a poco quedándose atrás, enredándose entre el gentío, escurriéndose de sus amigos hasta perderlos completamente de vista. Desesperado entonces, casi al borde del llanto, se devuelve corriendo al circo. Necesita imperiosamente hablar con su amada, mirarla, sentir el roce de sus manos pequeñitas, verse revivir de amor en el reflejo de sus ojos verdes. Pero al
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