«... De modo que la provincia de Tarapacá, para que lo vayan sabiendo, jovencitos, fue la indemnización de guerra impuesta por Chile al Perú para compensar en parte la sangre derramada en once combates y en otros numerosos encuentros llenos de heroísmo. Y fue a la vez prenda de seguridad para el porvenir y pago de los cuantiosos gastos que tan larga campaña produjo. Pero sucedió que un monopolio de gringos rapiñosos se adueñó de las oficinas salitreras de mayor riqueza, y las ganancias ahora se van en su totalidad al extranjero. El Gobierno chileno sólo recibe el derecho de exportación, que es una porquería si lo comparamos con las utilidades que deja el salitre. Y los trabajadores, para qué les digo nada, apenas recibimos el escuálido jornal de hambre por el que estamos aquí luchando...»
Acurrucado en posición fetal, con la cara cubierta y una mortal resaca atontándole la cabeza, Idilio Montano no sabe si las palabras que oye resuenan en el ámbito de la sala o le llegan directamente desde el cosmos. Sintiendo que el aguardiente le está haciendo pagar cara su bisoñada, despotrica mentalmente contra sus amigos y jura por todos los santos venerados por su abuela que nunca más en la vida volverá a licorearse. Y por entre los añublos de la borrachera, sin destaparse la cara todavía, sigue oyendo a retazos la voz de un anciano seseante que ahora está contando algo sobre un tal Rey del Salitre.
«... Ese rastacueros inglés es el mejor ejemplo de lo que les digo. Se llamaba John Thomas North y se hacía llamar el «Rey del Salitre». Ese plebeyo soberbio fue el que instigó y facilitó armas y libras esterlinas para conseguir la caída de Balmaceda, el último presidente honrado de Chile, quien, previendo los atropellos de los industriales extranjeros, tenía proyectado nacionalizar el salitre. Y pensar, mis queridos jóvenes, que cuando ese aventurero llegó a Valparaíso traía apenas veinte mugrosas libras en el bolsillo. Primero trabajó de mecánico en el ferrocarril de Caldera por cuatro pesos diarios, y luego se vino a la pampa en donde fue contratado como Jefe de Máquinas en la oficina Santa Rita. Aquí conoció a otro súbdito inglés llamado Roberto Harvey, alto funcionario del Gobierno chileno, individuo sin escrúpulos que, abusando de la autoridad de que lo revestía el alto puesto que le había confiado el Gobierno, se asoció a Thomas North para trabajar en la oficina La Peruana. Amparados por el Banco de
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Valparaíso, el par de bribones se dedicó, más que a trabajar la oficina, a especular con los títulos salitreros expedidos por el Perú. Confiados en la rectitud del Gobierno de Chile para cumplir sus compromisos como vencedor de la guerra del Pacífico, North y Harvey adquirieron gran cantidad de títulos a muy bajo precio. Después, al reconocer el Gobierno el derecho de propiedad de dichos títulos, hizo ricos de la noche a la mañana a estos especuladores del carajo. Y John Thomas North, que había llegado a Chile con las puras patas y el buche, forrado ahora en libras esterlinas, convertido en un millonario de crédito y fama universal, se estableció en la ciudad de Londres, desde donde manejaba sus negocios desparramados por el mundo entero. Y no se sorprendan, muchachos, si les digo que la pampa salitrera llegó a ser casi completamente de su propiedad. Pues la verdad es que el gringo éste se adueñó de los ferrocarriles de toda la red norte de Chile, del alumbrado público y particular, y también del agua potable. Y tenía además el monopolio absoluto de todos los artículos de primera necesidad. En fin, creo que me quedo corto en cuanto a sus riquezas, pues no había actividad comercial en la provincia de Tarapacá que no fuera controlada por su poderío económico. Para que ustedes vayan cayendo un poco en la cuenta, jovencitos, su riqueza era tan fabulosa, que Lord Rothschild, el hombre más rico del mundo en aquellos tiempos, pasó a segundo plano desplazado por este personaje que hace apenas diez años a la fecha dejó de existir, y que yo alcancé a conocer en persona. Lo recuerdo clarito: era un hombre corpulento, sanguíneo, de espesas patillas coloradas unidas con unos mostachos impresionantes. Como todo pobretón vuelto rico de repente, le gustaba ostentar su dinero. Dicen que con el tiempo se compró el título honorífico de Coronel, y que en las fiestas de Londres le encantaba disfrazarse de Enrique VIII. Y, según cuentan algunos pampinos más enterados, se había hecho forrar de oro el interior de un coche del Ferrocarril del Norte para pasearse por las oficinas de su propiedad cada vez que venía de visita a Chile. Por ese tiempo era tal su influencia en la pampa, que él mismo llegó a calificarse como «Arbitro del porvenir de Tarapacá». Para que ustedes vean, jovencitos, la laya de soberbio que era este gringo. Aunque les voy a decir que así y todo no andaba muy lejos en su calificativo, pues era tal su poderío en la pampa que en los mesones de las cantinas y en las pringosas mesas de las fondas, los viejos calicheros, ya un tanto pasados de copas, bromeaban al respecto rezando en voz alta: «North nuestro que estás en los Londres...».
Idilio Montano oye toda esta historia entre sueños. Ya debe ser la media mañana del martes y él no quiere despertarse del todo. Siente vergüenza de encontrarse frente a frente con la mirada acusadora de Liria María. Cuando al fin decide levantarse y se destapa la cara, descubre que en la sala ya se han recogido todos los cueros y frazadas del piso. En un rincón, cebándose unos mates, ve a un grupo de jóvenes pampinos rodeando a un anciano que habla sin dejar de sorber la bombilla. El viejo minero tiene un aire entre profeta bíblico y ácrata redomado, y su rostro se ve tan lleno de arrugas que parece tener cartografiado el desierto entero en la piel de la cara.
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