En la mañana del miércoles la Escuela Santa María amaneció rebasada de gente nueva durmiendo tirada en cualquier parte. Y es que pasadas las dos de la madrugada había llegado otro tren de la pampa con más de ochocientos huelguistas provenientes de Pozo Almonte. Y hombres y mujeres y niños, con sus líos y atadijos de frazadas y cueros, hubieron de dormir por ahí al sereno, arrinconados en los patios, recostados a lo largo de los corredores o acurrucados como perritos callejeros debajo de los zaguanes. Sólo algunos, los más suertudos de entre ellos, lograron acomodarse en algún ladito de las aulas más desahogadas.
En la sala de Olegario Santana y sus amigos se hizo sitio para dar cabida a unas cuantas personas más, incluidos algunos matrimonios con niños pequeños, y en el apretujamiento que se produjo terminaron todos durmiendo a la tripa pollo, sin respetar lado de mujeres ni de familias con guaguas. De tal manera que Olegario Santana, en medio de una forzosa promiscuidad de bodega de barco (así viajaban los enganchados a la pampa en las podridas bodegas de los vapores), de pronto se había visto acostado a menos de un metro de Gregoria Becerra. Tanto así que por el resto de la noche se dedicó a contemplarle el paisaje plácido de su sueño, y a oírle, como si de una música sacra se tratara, el fuelle acompasado de su respiración de niña.
Ahora, bajo el fuerte sol de media mañana, mientras Gregoria Becerra ayuda a pelar papas en una ronda de mujeres achuladas y parlanchinas, y sus amigos se entretienen jugando a las chapitas con un grupo de patizorros de la oficina Cala Cala, Olegario Santana, ensimismado y ceñudo, se fuma un Yolanda apoyado en un muro con sol. No puede dejar de pensar en algo que sucedió por la noche y que aún le tiene el espíritu conturbado. En verdad fue como si lo hubiesen dinamitado por dentro. Había sucedido que en un momento, mientras contemplaba dormir a Gregoria Becerra, ella había abierto los ojos y, por un instante, se lo había quedado mirando de una manera tal, madrecita mía, que además de alborotarle las pocas plumas a su alma vieja, le había producido una erección como hacía tiempo no tenía, carajo. Aunque ahora, a la ardua luz del sol iquiqueño, no está completamente seguro de no haber soñado ese instante prodigioso, la fugaz mirada de aquella mujer que irrevocablemente lo vuelve loco,
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le presta alas, lo hace volar y planear en el aire como un jote en estado de ensoñación.
Poco antes de la hora del almuerzo, en medio del intenso trajín, en la escuela Santa María nos enteramos de algo que nos conmovió sobremanera y alentó el ánimo de todos. Varios gremios porteños, trabajadores de la ciudad y de la ribera, habían acordado unánimemente adherirse de una manera más práctica al movimiento huelguístico de los esforzados compañeros salitreros. De modo que se habían reunido y nombrado un comité encargado de secundar y obedecer las disposiciones del Comité Central de los pampinos, tal como ya lo habían hecho algunas otras secciones de trabajo, como los panaderos, por ejemplo, los carpinteros, los jornaleros, los lancheros, los pintores, los gasfiteros, los albañiles, los carreteros, los cargadores, los abasteros y los sastres. Gremios estos que ya tenían un representante dentro del Comité Central.
—No sé si ustedes se han dado cuenta —comenta entusiasmado José Pintor—, pero esto indica claramente que nuestro movimiento está comenzando a generar toda una revolución obrera.
Y se saca el paletó y se arremanga la camisa, preparándose para almorzar.
—Por supuesto, pues compadre Pintor —dice Domingo Domínguez—. Nosotros somos los llamados a cambiar la historia proletaria de este país.
Y tras acomodarse un pañuelo a modo de babero, da las primeras cucharadas a su plato de porotos.
—Nosotros no vamos a cambiar nada, carajo —reclama con voz tosca y sin levantar la vista de su almuerzo Olegario Santana—. En este país mandan los que tienen la riqueza, y punto.
Los amigos se miran entre ellos desconcertados. Luego comienzan a recriminarlo sacándole en cara lo atrabiliario de su comportamiento, su pesimismo desmoralizante y sus eternos reparos a la huelga.
—Este Olegario habría sido capaz de desanimar al mismísimo Napoleón — dice José Pintor.
—El pesimismo de mi compadre Olegario se parece a su paletó —salta Domingo Domínguez—: es igual de negro, igual de viejo y no se lo saca renunca.
Entonces los improperios devienen en cuchufletas, derivando inevitablemente a su manía de no sacarse jamás el paletó, ni siquiera para echarse a dormir. Que por la noches —lo joden en cuadrilla los amigos—, mientras todos los demás hombres se sacan el suyo y lo doblan cuidadosamente para usarlo de almohada, él no tiene ningún empacho en acostarse sobre su oreja, pero con su paletocito puesto.
—De tan arrugado que está el pobre, parece planchado con hojas de repollo —corona las mufas festivamente Domingo Domínguez.
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