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Esa noche en la escuela Santa María comenzaron a correr bullas que inquietaban y exaltaban cada vez más el ánimo de los huelguistas. Que en los salones del Club Inglés, se comentaba, y en general en todos los centros sociales de Iquique, se andaba diciendo que el conflicto se solucionaría al día siguiente, en forma definitiva y satisfactoria para los patrones. Algunos llegaban de la calle con novedades un tanto misteriosas, como que en el edificio de la Intendencia, y a esas horas de la noche, se estaba produciendo un inusitado movimiento de gente con actitudes solapadas, y que a cada instante se veía entrar y salir mensajeros con pasos presurosos. Pero lo que ninguno de nosotros sospechaba ni por asomo, ni siquiera los integrantes del Comité Central, reunidos perpetuamente en los despachos de la azotea, era que en esos precisos momentos, y a instancias del Ministerio del Interior, el Intendente de la provincia dictaba un decreto que equivalía a una verdadera declaración de estado de sitio. Y de esos y otros rumores extendidos como una peste entre la gente de la escuela, se encuentra comentando Gregoria Becerra con un grupo de mujeres, cuando su hijo Juan de Dios llega corriendo a la sala a avisarle que sus amigos Olegario Santana y José Pintor se iban a pelear a los combos detrás de la escuela.
—¡Le oí decir a un patizorro de Santa Ana que la pelea es por una mujer! — acota exaltado y divertido a la vez Juan de Dios.
Gregoria Becerra se para de un salto. Mientras comienza a amarrarse el pañuelo a la cabeza, le dice a Juan de Dios que tendrá que acompañarla. Idilio Montano y Liria María, que en esos momentos se entretienen dibujando corazones flechados en un ángulo del pizarrón, se preparan para ir con ella. Gregoria Becerra les dice que se queden donde están. No hace falta que vayan todos.
—¡Y tú dime por donde se fueron esos mequetrefes! —le dice a su hijo, tomándolo de la mano y traspasando la puerta a pasos presurosos.
Olegario Santana, Domingo Domínguez y José Pintor, luego de la trifulca que significó la protesta y el paseo por las calles de los obreros asesinados, llegaron a la escuela y, tras descansar un rato, habían salido a caminar por la plaza Montt. Eran muchas las emociones vividas como para ir a dormirse tan temprano. A esas horas el baldío de la plaza estaba repleto de huelguistas que
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conversaban, fumaban o comían alguna cosa comprada en los puestos de fritanga instalados en los alrededores. Otros, cansados y hambrientos, ya se habían tirado sobre sus retobos a dormir a la intemperie. Allí, luego de comprarle picarones a una señora que los freía y los pasaba por almíbar ahí mismo, en dos grandes sartenes tiznadas, se sentaron a comerlos en la vereda. Del encorajinante asunto de los obreros muertos en Buenaventura, la conversación derivó de pronto a lo razonable de las palabras de Gregoria Becerra. Olegario Santana y Domingo Domínguez estuvieron de acuerdo en que de verdad, mientras durara la huelga, había que ponerse un poco más serio y dejarse de tanta tomatina. O por lo menos amansar un poco el trote. Pero José Pintor, escarbándose los dientes con una astilla que acababa de arrancar a una tabla de cajón manzanero, los miró despectivo y dijo que parecían sacristanes como estaban hablando los monicacos llorones. Que dieran gracias al Malo que no eran un par de mulas porque si no los huasqueaba y los tapaba a insultos ahí mismo. A la luz del chonchón de parafina de la vendedora, y con el incesante crepitar de la fritanga como música de fondo, el carretero se sacó la astilla de la boca y, apuntando con ella al cielo, les dijo en tono sentencioso que no había que colgar los cojones detrás de la puerta, pues hombre; que a las mujeres nada más había que oírlas, nunca escucharlas. Pero, claro, existían cristianos en este mundo que al ponerse bellacos con una de ellas les empezaba a correr la baba y entonces ya no se podía hacer nada, porque ésos terminaban convertidos en unos pobres crios liliquientos, en unos pollerudos sin vuelta. «¿No es verdad, amigo Olegario?», remató sarcástico el carretero.
—Usted, compadre Pintor, es como la mula Dorotea, quiere hablar y la guanea —saltó preocupado Domingo Domínguez al ver que a Olegario Santana se le había apanteonado la expresión del rostro.
El calichero dejó un picarón a medio comer, se pasó la manga por la boca pegajosa de almíbar y luego sacó uno de sus Yolandas arrugados. Lo encendió y aspiró la primera bocanada con toda la parsimonia del mundo.
—Usted hace rato que me anda arrastrando el poncho, amigazo —dijo con voz pastosa, mirando hacia ninguna parte, mientras exhalaba el humo por boca y narices.
—Y por qué no me lo pisa, pues, amigo Jote —respondió retador José Pintor—. Yo me estaba refiriendo al pollerudo del volantinero, pero si usted se toma la palabra, por algo ha de ser, ¿no?
—Ya, terminen la jodienda de una vez —terció conciliador Domingo Domínguez—, si no quieren que los agarre a los dos aquí mismo y haga puré de papas con sus cabezotas.
—Déle gracias al Malo, como usted dice, de que somos amigos —dijo Olegario Santana mirando fijo al carretero.
José Pintor hizo bailotear la astilla entre los dientes y replicó despectivo:
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