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El jueves la escuela Santa María era un volcán a punto de hacer erupción. Todo el mundo aguardaba con inquietud el arribo del crucero de la Armada Nacional, «Ministro Zenteno», que traía a bordo al Intendente, señor Carlos Eastman. Para los pampinos la llegada de la primera autoridad provincial significaba la solución final del conflicto y la esperanza de que al fin íbamos a poder volver a nuestras labores en las calicheras.
Y es que la amargura y el desencanto habían hecho plaza entre los huelguistas, y el olor de la desesperanza se comenzaba a colar como un tufillo rancio por los intersticios del ánimo. Y no era para menos. Iban cinco días y cinco noches de resistir en la ciudad sin haber logrado absolutamente nada de nadie. Y para enfriar aún más el ardor de nuestro espíritu, pese al intenso trabajo de las comisiones de orden y aseo, era tal la cantidad de gente que había llegado desde las salitreras que ya habían comenzado a producirse problemas graves de convivencia al interior del establecimiento.
A esas alturas ya sobrepasaban los ocho mil los pampinos arranchados en sus dependencias, sin contar los que repletaban la carpa del circo, los que copaban el terreno baldío de la plaza Montt y los casi tres mil alojados en los galpones y bodegas prestados por sociedades y personas particulares, la mayoría de los cuales iba a comer al recinto escolar. De manera que la repartición de vituallas se estaba haciendo una tarea casi imposible de llevar a efecto con la calma y la sensatez de los primeros días. Por alcanzar algo de comer — especialmente para sus hijos pequeños, siempre llorando de hambre—, los huelguistas, hombres y mujeres, convertidos en verdaderos animales de rapiña, se apelotonaban en unas trifulcas sin orden ni concierto en cada una de las repartijas diarias. Desesperados, empujándose unos a otros sin ningún respeto, en más de una ocasión se había llegado a los insultos y a los golpes incluso entre amigos y compadres de las mismas oficinas. Más encima, y como para quebrantar nuestras últimas reservas de voluntad, el interior de la escuela poco a poco iba siendo invadido por un hedor que hacía irrespirable el aire y estaba convirtiendo el local en un verdadero foco de insalubridad, peor que el más cochambroso vividero de pobres del puerto. Y es que sucedía que algunos bellacos amalditados de entre nosotros mismos, pasando por alto las más elementales normas de respeto y
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convivencia, no estaban teniendo ningún escrúpulo en sacarse la pinga o bajarse los pantalones para guanear, ya no en la oscuridad de las calles aledañas, sino al interior de los mismos patios de la escuela. Y como para coronar todo esto, en los últimos días se venían recibiendo quejas respecto a que algunas parejas de casados, sin la más mínima consideración por la moral y las buenas costumbres, no tenían ninguna clase de miramientos en intimar durante las horas de la noche, en medio de las demás personas que dormían a su alrededor. Todo esto sin contar que hasta ese momento los magnates salitreros no habían dicho ni chus ni mus respecto a nuestro petitorio. Por todo eso se esperaba con ansias la llegada del Intendente, para exigir de una vez por todas, fuera para bien o para mal, una solución categórica a nuestro conflicto.
De modo que ese día fue de gran agitación en la escuela y en las calles de Iquique. Por un lado se veía llegar al puerto buques que desembarcaban más fuerzas militares, y por el otro, no paraban de llegar de la pampa trenes repletos de operarios en huelga. Como el convoy compuesto de trece carros planos y una bodega de ganado enganchado a la cola que, lleno de obreros vociferantes, llegó a la estación a las dos de la tarde, después de un viaje que había durado toda la noche. En el tren venía todo el contingente de huelguistas de los centros de trabajo de Negreiros, Huara, Pozo Almonte y Central. En el andén de la estación, además de la habitual multitud bulliciosa y entusiasta, los nuevos compañeros fueron recibidos oficialmente por algunos integrantes del Comité Central que les recomendaron, como siempre, el mayor orden y respeto posible en su estadía en Iquique. «El orden y el respeto son las bases primordiales para obtener el triunfo final de nuestras aspiraciones», les expresaron en grave tono los dirigentes. Hablaron enseguida dos representantes de los recién llegados, haciendo igual observación y adhiriéndose totalmente al movimiento reinvindicatorio que se llevaba a cabo. «Movimiento que, por si alguno lo duda —dijeron animosos los hombres—, está haciendo historia en los anales de la pampa salitrera». Terminado el acto, todos los huelguistas, formando un bloque de casi doce mil personas, tomamos rumbo hacia las dependencias de la escuela Santa María. La cerrada columna avanzaba copando las calles de acera a acera, llamando la atención una gran bandera blanca que iba presidiendo la marcha, una bandera de seis metros de largo por cuatro de ancho, confeccionada con retazos de popelina y crea de hacer sábanas, y que los obreros desplegaban y mostraban felices y ufanos como el símbolo universal del orden y la paz. La enorme masa de gente fue recibida en la entrada de la escuela por el propio Comité Central en pleno que, asomados a los balcones del altillo, ornados de banderas y pendones gremiales, les dieron la bienvenida. Aquí también, varios de los recién llegados hicieron uso de la palabra, destacándose entre todos ellos un obrero de Huara, un joven con cara de ilustrado quien en una aplaudida alocución comparó al hombre pampino con el indómito cóndor de los Andes. Que todos los animales de la tierra, dijo, se escondían y replegaban ante la fuerza y la furia de la tempestad; incluso el león, rey de los animales, se metía en su guarida asustado al ruido pavoroso de los truenos. «Sólo el cóndor —declamó en tono florido—, el imponente cóndor de los
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