El mar resplandece como una lámpara. Con gesto gracioso, Liria María se pasea por la arena dándose aire con un abanico de motivos japoneses que le acaba de regalar Idilio Montano. Es primera vez en su vida que posee uno y usarlo le da una alegría casi infantil.
Al salir de la escuela habían pasado por el almacén del chino Chiang a comprar dulces y le oyeron decir que acababa de recibir mercadería de Oriente. Y entre finos rollos de seda pura, cajones de té aromático y delicadas piezas de porcelana, Liria María había descubierto el abanico cuyos encajes y filigranas en añil y oro la habían maravillado. Él se lo compró al instante con el dinero que le quedaba del cambio de sus últimas fichas. «Total —dijo—, hoy, para bien o para mal, se arregla la huelga y nos volvemos todos al trabajo».
La gente que hay en la playa a esas horas es casi toda de la pampa; en su mayoría familias bolivianas, hombres y mujeres de rostros impenetrables que habían llegado a las salitreras atravesando los fragosos pasos cordilleranos y que jamás en su vida habían visto el océano, ni siquiera en fotografías. De modo que desde el mismo día de su llegada a Iquique, prácticamente vivían a orillas del mar. Pescaban, cocinaban, lavaban —algunos hasta dormían allí— fascinados por la dimensión infinita de las aguas y el perpetuo estallido de las olas contra las rocas.
Pasado el mediodía, cuando aún no corre una pizca de viento y el sol reverbera caliente en las aguas del mar, aparece en la playa un piquete de policías a caballo gritando que la gente de la pampa debe reunirse de inmediato en la escuela Santa María; que hoy se arreglará definitivamente el conflicto. «Hoy vuelven a sus casas y a su trabajo», dicen gravosamente a través de sus bocinas, sin desmontar de sus cabalgaduras. Y los pampinos, respetuosos y cumplidores como siempre, comentando en voz baja la premura del llamado, comienzan a recogerse de a poco y a marchar agrupados hacia el centro de la ciudad.
Parapetados detrás de un montículo de arena, Idilio Montano y Liria María se van quedando solos. Cuando él se lo hace saber, ella se cubre la cara con el abanico en un natural gesto de rubor. Pensando en la feminidad natural que irradia el abanico, Idilio Montano le dice con ternura que da la impresión de que ella lo hubiera usado toda la vida. Liria María, escondida detrás de las flores de loto,
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mostrando nada más que los ojos, le sonríe con todo el esplendor de su mirada. Idilio Montano la besa en la frente. Y cuando, tras un rato de silencio, ella vuelve a elogiar la fineza y hermosura de su abanico, él, en un travieso tono de gravedad, le dice que es bueno que ella sepa que se lo ha regalado principalmente por dos motivos: primero, porque se parecen a los volantines, y, segundo, para que no siga abanicándose con las manos, pues, según decía su abuela, eso atrae maleficios. Y se pone a contarle que su majestuosa abuela boliviana era una anciana muy sabia que, además de partera, era ducha en materia de sortilegios y sahumerios. Él muchas veces la había visto curar, entre otras cosas, el mal de ojo, la había visto quebrar el empacho, componer huesos, enderezarle la boca torcida a un hombre sobajeándole la cara con una pata de chivo, y hasta sacarle el diablo del cuerpo a una joven religiosa que se había enamorado de un músico del Orfeón.
Liria María no dice nada. Como un niño con un juguete nuevo, sigue abanicándose y sonriendo feliz de la vida.
—Lo único que le pido —le dice cariñoseándola Idilio Montano— es que no se le vaya a ocurrir soñar con él.
—¿Y por qué no? —pregunta ella extrañada, sin dejar de darse aire.
—Porque, según mi querida abuela, soñar con un abanico es indicio de que una traición anda rondando.
Liria María lo mira con el ceño fruncido.
—Además no debe abanicarse tan despacio —le exhorta él, semiserio—. Pues eso es signo de indiferencia para con el que está a su lado.
—¿No cree que su regalito está saliendo un poco complicado? —replica ella en un fingido mohín de enojo.
—Es que al decir de mi abuela —se disculpa ligero él—, que también era consejera en materias del amor, el uso del abanico encierra todo un código de señales de cortejo nupcial. Por ejemplo, y sólo de lo que yo me acuerdo, pasar el dedo índice por las varillas significa: «Tal vez debamos hablar». Abanicarse con la mano izquierda quiere decir: «No mires a ésa». Asomarse a la ventana abanicándose significa «Espérame». Al quitarse un cabello de la frente con los padrones se está diciendo: «No me olvides». A final de cuentas, parece que una mujer con su abanico abierto expresa más cosas que un mudo con sus manos ¿no le parece? |
—Desde hoy en adelante —dice Liria María— me pasaré la vida quitándome los cabellos de la frente con los padrones. Así usted me recordará a toda hora.
Idilio Montano se tumba a su lado y sonríe. De espaldas en la arena, se pone a contemplar el azul del cielo, sin ninguna nube que lo manche. Al ir quedando solos en la playa, le parece que el ruido del mar y el graznar de las
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