A primeras horas de la mañana del viernes, en la azotea de la escuela se nombró una comisión para que fuera a saludar y dar la bienvenida al señor Intendente, en nombre del Comité Central y de todos los trabajadores venidos desde la pampa. La primera autoridad recibió a los dirigentes dentro de un trato más bien hosco y descortés —que no iba de ningún modo con el tono conciliador de su discurso de llegada—, y tras un breve intercambio de palabras los despidió sin más trámites de su despacho. Lo único que hizo fue advertirles gratuitamente que las fuerzas bajo su mando estaban dispuestas y tenían todos los medios necesarios para asegurar la paz y la tranquilidad de la ciudadanía de Iquique y la de toda la provincia, bajo cualquier circunstancia. Después, cerca de la una y media de la tarde, supimos que el Intendente se había entrevistado también con los industriales salitreros, y que en esa conversación, a la que asistió el general Roberto Silva Renard —quien se había mostrado particularmente mordaz con las razones del conflicto—, no se resolvió absolutamente nada. Los industriales se emperraron en su posición infranqueable de que, para tomar cualquier iniciativa respecto de un arreglo, los obreros primero debían volver a sus faenas en la pampa. Además, habían aprovechado la ocasión para advertir marrulleramente a la autoridad sobre lo peligroso que resultaba para los ciudadanos extranjeros, y en general para todos los habitantes de Iquique, la situación creada por la invasión de los pampinos, manifestándole con insidia que temían seriamente por sus vidas y la invulnerabilidad de sus bienes y propiedades privadas.
En verdad, en los últimos días, merced a la inmensa muchedumbre de huelguistas que nos habíamos tomado las calles y paseos del puerto -—«cual de todos más cerril y abrupto», decían las señoritas de sociedad, sonrojándose detrás de sus abanicos—, había cundido la alarma en gran manera entre los vecinos principales. Sobre todo entre las encopetadas señoras de las colonias extranjeras. Sin embargo, todos sabíamos que los rumores de posibles desórdenes se habían maquinado y echado a correr desde los mismos salones del Club Inglés, y con tan hábil trapicheo que para ese viernes el temor ya había llegado a convertirse en pánico desatado entre las familias de alta alcurnia. Y ya era un secreto a voces que muchas de ellas, aterrorizadas por la situación reinante, habían abandonado sus hogares para buscar refugio en los buques surtos en la bahía; incluso se sabía
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de algunas familias que se habían desplazado hasta el puerto de Arica, distante cuatrocientos kilómetros de Iquique. Se decía, arteramente, que en cualquier momento los pampinos podríamos arremeter en un saqueo general a la ciudad, con toda la violencia y los horrores que una acción de esa naturaleza implicaba, es decir: robos, muertes, violaciones y secuestros de niños y mujeres. Que «esa caterva de rotos», como se nos trataba en los corrillos de la vida social, enfebrecidos por la furia de no poder lograr lo que pretendían, podrían llegar a la salvajada de incendiar la ciudad entera, manzana por manzana y casa por casa. Y el recuerdo del dantesco incendio acontecido hacía sólo unas cuantas semanas en el centro de Iquique, espeluznaba aún más a la medrosa aristocracia local.
Y para atizar más todavía el pánico de la población, el gringo John Lockett, dueño de varias oficinas salitreras, y superintendente de los bomberos, institución a la que la Intendencia había armado de carabinas, y entregado la custodia de las propiedades privadas y de los estanques de agua, andaba asegurando al que lo quisiera oír que en caso de enfrentamiento entre huelguistas y militares, gran parte de la tropa uniformada se negaría a disparar sus armas. Que a última hora los soldados se pondrían de parte de los huelguistas, pues la mayoría de ellos eran hijos de obreros, y por lo mismo no iban a disparar sobre los que podrían ser sus propios padres, tíos o hermanos.
Pasado el mediodía, cuando faltan poco minutos para las dos de la tarde, Olegario Santana y sus amigos hacen su entrada en el patio de la escuela. Aunque los tres vienen recién peinaditos, traen sus trajes hecho una miseria y las musarañas de la borrachera incrustadas aún vivas en sus facciones.
Había resultado que la Cueva del Tesoro era una habitación del conventillo El Obrero, a sólo una cuadra de la escuela, en donde los confederados descubrieron que vivía un boliviano que antes había trabajado de cachorrero en la pampa y que ahora se dedicaba a vender aguardiente falsificado. Y los amigos se quedaron allí bebiendo hasta la misma salida del sol. Olvidados por completo del tema de la huelga, discutieron sin parar, durante toda la noche —a propósito del enamoramiento de Idilio Montano y de Olegario Santana— nada más que de las señoras mujeres y sus nefastas consecuencias en la vida de los pobrecitos hombres. Y al amanecer, antes de echarse a dormir un rato en el suelo, sobre unos sacos de gangocho cedidos por el dueño del sucucho, habían logrado sacar en limpio y concordar en tres verdades inapelables: que la mujer bella era un peligro para los hombres; que la mujer fea era un peligro y a la vez una desgracia; y que, irrefutablemente, el mejor adorno de todas ellas, feas o bonitas, era el silencio.
Al ingresar a la escuela, tomando toda clase de precauciones para no encontrarse de sopetón frente a Gregoria Becerra —la matrona podría enrostrarles su mala conducta delante de todo el mundo—, los amigos encuentran que un olor raro impregna el ambiente. Luego descubren que es olor a creolina. Había ocurrido que ese día, temprano por la mañana, a pedido de los dirigentes, la Policía del Aseo del Laboratorio Químico Municipal se hizo presente en la escuela
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