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Era la una y cuarenta y cinco minutos de la tarde cuando el pleno de las fuerzas militares disponibles —de tierra y de mar— comenzó a formar filas en la plaza Prat. El Comandante en Jefe, general de Brigada, Roberto Silva Renard, llevaba en un bolsillo de su guerrera el decreto firmado por el Intendente en el que, «en bien del orden y la salubridad pública», se acordaba y se mandaba trasladar al local del Club de Sports a los huelguistas concentrados en la escuela Santa María y en la plaza aledaña.
Paseándose ante la formación militar —la mirada firme, la actitud napoleónica— el Jefe Militar de la Plaza expuso el plan de ataque. Luego, endureciendo aún más el acero azul de su mirada, bajo el inclemente sol de la siesta nortina, arengó enérgicamente a los soldados. Entre otras cosas, les dijo que los que estaban atrincherados en la escuela Santa María y en el sitio de la plaza Montt, no eran chilenos, sino una turba de subversivos y facinerosos, unos antipatriotas indignos y hostiles a la sociedad y al orden establecido. Que a ellos, como soldados de una patria libre y soberana, no les debía temblar la mano ni flaquearles el espíritu para disparar sus armas contra ese tropel de rotos apátridas que seguramente estaban pagados por el oro peruano. «Ellos son el enemigo de esta batalla», terminó rugiendo el general. En seguida, montó su cabalgadura blanca y, erguido, sólido como una estatua de bronce, sin rezumar una sola gota de transpiración, frente a un contingente de mil quinientos hombres que sudaban como bestias enfundados en sus uniformes de guerra, se puso en movimiento hacia el campo de operaciones. Soldados de los regimientos O'Higgins, Rancagua y Carampangue, junto a las tropas de la Artillería de Costa, más toda la marinería de los cruceros, formaban la infantería de su ejército en movimiento. Las ametralladoras del crucero «Esmeralda», flamantes y aún sin estrenar, constituían la artillería pesada. La caballería la conformaban las temibles tropas del Regimiento Granaderos y la dotación completa de policías del puerto que en su polvoroso trayecto por las calles de la población, armados de lanzas, fue obligando a todos los pampinos que traficaban por ellas, y a cualquier persona que se les cruzara en el camino, a marchar hacia el lugar de concentración.
En la escuela Santa María, en tanto, achicharrándonos al sol, los miles de obreros que esperábamos la llegada de los militares lo hacíamos con una mezcla
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de temor y fascinación, pero con el ánimo exaltado y dispuesto al sacrificio más extremo. Ya estaba bueno de tanta jodienda, carajo, repetíamos, aglomerados en el patio exterior y en la entrada principal del recinto, totalmente cubierta de gente. Aparte de los casi dos mil obreros más disgregados por la plaza Montt aguardando a las tropas, había una muchedumbre impresionante encaramada sobre las rejas, sobre los techos, sobre el altillo y sobre cualquier cosa que sirviera de atalaya para ver mejor. La misma carpa del circo Sobarán se veía copada hasta el desborde de gente, en su mayoría mujeres y niños de caritas asustadas asomando por entre las polleras de sus madres. Los miembros del Comité Central se hallaban instalados en el balcón de la azotea, de frente a la plaza, rodeados de banderas patrias y estandartes de los gremios en huelga, de la pampa y de Iquique. El calor era acérrimo. El sol parecía de plomo derretido, en el aire no corría una hilacha de brisa y el polvo ardiente levantado por los pies del gentío hacía picar los ojos y resecaba las gargantas hasta la carraspera. Y en tanto los últimos huelguistas dispersos por la ciudad confluían en la plaza por las cuatro bocacalles, como había ordenado el bando de la Intendencia, y centenares de ciudadanos iquiqueños comenzaban también a congregarse en las inmediaciones para ver qué iba a pasar con los obreros pampinos, y por los costados de la plaza las vendedoras, en su mayoría viejas mujeres bolivianas, hacían su agosto ofreciendo sus bebidas de colores refrescadas con barras de hielo envueltas en sacos de gangocho, en medio del fragor de la multitud, entre toques de corneta y vivas a la huelga, se alcanzaba a oír al poeta Rosario Calderón recitando: «... hoy por hambre acosado I esta región abandono I me voy sin fuerza ni abono I viejo, pobre y explotado I dejo el trabajo pesado I del combo, chuzo y la lampa I y esa maldita rampa I donde caí deshojada I soy la flor negra y callada I que nace y muere en la pampa...». Su voz lastimera era apagada de pronto por retazos de discursos y arengas de oradores improvisados que se sucedían sin cesar, recalcando todos ellos la miserable situación económica y las degradantes condiciones de vida de los trabajadores pampinos. Que las peticiones de los trabajadores —gritaban a desgañitarse mientras se secaban el sudor con sus pañuelos arrugados—, tanto de Iquique como de la pampa salitrera, eran justas y razonables, y que ahora dependía de las autoridades y, sobre todo, de los industriales atender dichas peticiones en forma ecuánime y satisfactoria. Y a medida que avanzaban lentamente los minutos, la aglomeración, el ronco abejorreo de la muchedumbre y el polvo salitroso flotando junto al humo de los miles de cigarrillos encendidos, hacían que la temperatura y la tensión del ambiente fueran en aumento. A las dos y cuarenta y cinco minutos de la tarde, cuando ya no podíamos soportar más el calor y la incertidumbre, los huelguistas encaramados sobre las rejas, sobre los postes y sobre el altillo de la escuela, y toda esa muchedumbre impresionante que se había trepado a los techos de sus propias casas, empezaron a gritar como desaforados que ahí vienen, carajo. Que son más de mil. Que ahí cerquita, subiendo por la calle Latorre, vienen avanzando las tropas, hermanitos, por la chupalla.
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