Desde los cuatro puntos de la pampa la muchedumbre de huelguistas iba llegando a Alto de San Antonio en largas caravanas polvorientas. El pueblo bullía de animación. Entre el tumulto de gente hormigueando por las calles, se podían leer letreros con los nombres de oficinas como La Gloria, San Pedro, Palmira, Argentina, San Pablo, Cataluña, Santa Clara, La Perla, Santa Ana, Esmeralda, San Agustín, Santa Lucía, Hanssa, San Lorenzo y de otras que algunos ni siquiera conocíamos. Y así mismito nomás era. Porque entierrados de pies a cabeza los huelguistas llegábamos cantando y gritando no sólo de oficinas del cantón de San Antonio, sino de cada uno de los cantones de la pampa del Tamarugal. Y el torrente de gente no paraba. La huelga había prendido en la pampa como un reguero de pólvora («Y pólvora de la buena, compadritos» dice eufórico Domingo Domínguez caminando entre el gentío). A ojo de pájaro, éramos más de cinco mil los pampinos aglomerados en las calles del pueblo, avivando la huelga. Hombres de distintas razas y nacionalidades, algunos de los cuales no hacía mucho se habían enfrentado en una guerra fratricida, se unían ahora bajo una sola y única bandera: la del proletariado. Y era tanta la efervescencia de la gente, que los medrosos chinos de los despachos y tiendas de abarrotes, y los macucos dueños de las fondas y cantinas del pueblo, habían cerrado con trancas y sólo atendían por la puerta chica. Y mientras esperábamos el arribo del señor Intendente, y los obreros seguían llegando en columnas por los cuatro horizontes del desierto, espontáneos oradores comenzaron a trepar resueltamente al kiosco de música en la plaza, o a encaramarse sobre la plataforma de los carros en la estación del ferrocarril, en donde habíamos levantado campamento, para improvisar encendidos discursos que hablaban de justicia y redención social, discursos que nos inflamaban el espíritu de la necesidad urgente de romper cadenas, quitar vendas y liberarnos de una vez y para siempre del opresor yugo capitalista. Con voz de profetas desatados, estos arengadores vaticinaban elocuentes y rotundos sobre lo brillante que se veía emerger el sol del porvenir en el horizonte del proletariado. Y era lindo para nosotros oír todo aquello y vernos unidos por primera vez en pos de las reivindicaciones tanto tiempo esperadas. Era emocionante hasta las lágrimas ver a los operarios de la pampa unidos como un solo pueblo, como un solo hombre, luchando en contra del mismo y común
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enemigo: los rapaces oficineros que nos explotaban sin escrúpulo ni moral alguna, y, por supuesto, sin ningún control del Estado.
—¡Esto es histórico, compadrito Olegario! —dice casi gritando Domingo Domínguez entre el bullicio y la polvareda del gentío.
—¡La gringada se debe estar cagando de susto! —exclama a su lado el carretero José Pintor.
Y mientras ambos amigos caminan palmoteando y saludando a medio mundo con gestos grandilocuentes, Olegario Santana, en medio de ellos, los mira sin decir nada.
Pero se pasa el día y la humanidad del señor Intendente no se aparece por ningún lado. Al anochecer, mientras José Pintor e Idilio Montano buscan dónde comprar pan y cecina, Olegario Santana y Domingo Domínguez, tras conseguir a duras penas una botella de aguardiente, se recogen a la estación del ferrocarril en donde quedaron de encontrarse. Allí en el campamento, alrededor de las fogatas hechas con durmientes de la línea férrea, grupos de operarios bolivianos y peruanos se entretienen tocando sus quenas y charangas, y cantando canciones de entonación tan triste como el lamento del viento pampino.
Los amigos se tumban a la vera de un fuego en donde un anciano ciego recita poemas populares en contra de la explotación obrera. Alguien sentado junto a ellos, un hombrón de mostachos desorbitados, campante y parlero como él solo, les comienza a contar que el cieguito de los versos combatientes fue barretero en la oficina Santa Clara, en donde perdió la vista al explotarle un tiro echado.
—Se llama Rosario Calderón —dice el hombre—, igual que el famoso poeta que publica sus obras en El Pueblo Obrero, el diario que hasta hace poco se llamaba sólo El Pueblo, como ustedes deben saberlo; el que fue incendiado intencionalmente en julio del año pasado, cuando su dueño era Osvaldo López, ese gran hombre de la prensa obrera que, además de luchador social, ha sido artista de circo, actor de teatro, pianista, poeta, columnista y redactor de diarios. El mismo que escribió la novela socialista Tarapacá, que, como ustedes deben saberlo, enjuicia al clero y a la oligarquía y se adelanta en el tiempo a este gran sueño de unidad que, ahora mismito estamos viviendo los trabajadores pampinos. Un hombre perseguido por los sectores oligarcas de este país, que ha sufrido asaltos y atentados a su vida y que hace sólo cosa de un año fue procesado jurídicamente por criticar al obispo de la zona, el tal monseñor Cárter que, como ustedes deben saberlo, se oponía tenazmente a la Ley de Enseñanza Obligatoria.
—¿No es el mismo cura que dice que los niños pierden el tiempo miserablemente estudiando? —interviene José Pintor.
—¡Su mismísima Eminencia! —responde presto el hombre.
Y, casi sin respirar, continúa diciendo que como El Pueblo Obrero había sido por derecho propio el diario de los trabajadores, era ahí donde los pampinos mandaban las porradas de versos a lo humano y divino. Y que era tal la
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