7

0 0 0
                                    

Ante la desesperación de Gregoria Becerra al ver que la gente vuelve a la pampa y su hijo no aparece, los amigos deciden quedarse con ella. No se moverán de su lado hasta que aparezca el niño. Total, dicen, quedarse un día más en Iquique, no es ninguna tragedia. La pampa no se va a acabar.
—Nos vamos a morir todos y la pampa va a seguir existiendo —redondea perogrullesco Domingo Domínguez, tratando de animar a las mujeres.
—Si en media hora no aparece el herramentero con el niño, nos vamos nosotros también a recorrer la playa —dice José Pintor.
Media hora más tarde, extrañados de no ver todavía ningún tren con huelguistas subiendo los cerros, y cuando ya comenzaban a planear para qué lado de la playa se iba a ir cada uno, les llega de pronto en el aire el griterío ronco de una muchedumbre acercándose. Sorprendidos hasta el alelamiento ven aparecer entonces, por la misma calle por donde habían pasado a embarcarse, acompañados ahora de los gremios iquiqueños que los alientan y avivan puño en alto, a los miles de huelguistas pampinos cantando y gritando eufóricos que nadie se vuelve a la pampa, carajo, que todo el mundo se queda en el puerto hasta las últimas consecuencias. Sin embargo lo que emociona hasta las lágrimas a Gregoria Becerra y a su hija, y maravilla hasta las carcajadas a Olegario Santana y a sus amigos, es que a la cabeza de la procesión, caminando junto al dirigente José Brigg, viene Juan de Dios en persona, sonriente y feliz de la vida.
El muchacho, luego de la reprimenda de su madre y de los abrazos emocionados de su hermana, que no para de sollozar, dice, en medio de la gritería, que como en la playa se les hizo tarde, él y los demás niños decidieron no volver al centro, sino irse directamente a la estación, pensando que allá se encontraría cada uno con sus padres. Y cuando, rodeándolo entre todos, le preguntan qué diantres ocurrió en la estación que la gente se devolvió toda, Juan de Dios comienza a contar a los gritos que cuando los pampinos llegaron a la estación y vimos que los carros que nos habían puesto eran planos, de esos para cargar sacos de salitre, los más empecinados empezamos a gritar que qué demonios se creía todo el mundo que éramos nosotros para que vinieran a tratarnos como animales, que no íbamos a viajar a ninguna parte amontonados
como sacos de salitre en esos carros sin protección ni seguridad ninguna. Y es que nosotros sabíamos mejor que nadie que viajar en ellos era un peligro vivo, que a los tumbos y vaivenes de las numerosas curvas de la vía férrea, especialmente en la escarpada subida de los cerros, se podía fácilmente sufrir un accidente fatal, pensando sobre todo que la mayor parte del viaje se haría de noche y que con nosotros iban guaguas, niños y mujeres. Y mientras discutíamos esto con los compañeros que ya se habían acomodado en los carros, los huelguistas de los gremios iquiqueños, amontonados en el Cerro de la Cruz, nos gritaban a todo pulmón que no volviéramos a la pampa, que nos quedáramos en el puerto, que entre todos podíamos llegar a doblarle la mano a los capitalistas zarrapastrosos. «No entreguen la oreja, hermanos pampinos», repetían a todo grito los iquiqueños, agitando sus banderas. Y muchos de ellos, rompiendo el cerco de las tropas que los mantenían alejados de nosotros, bajaban corriendo hasta la explanada de la estación y allegándose a la línea del tren increpaban duramente a los que ya se habían embarcado. «Parecen una manada de carneros acurrucados ahí encima», les gritaban incitándolos. Y en tanto sucedía esto, el abogado, señor Viera Gallo, que nos había seguido en su automóvil de lujo hasta el embarcadero, trataba de convencernos por todos los medios de que no hiciéramos causa común con los obreros de Iquique, que éstos eran una manga de flojos, una cáfila de mañosos poco acostumbrada al trabajo. Pero nosotros, ya con el ánimo exaltado, y enrabiados por el desprecio de que éramos víctimas por parte de autoridades y patrones, resolvimos de pronto no regresar al trabajo, no volver a la pampa, quedarnos todos en el puerto a luchar hasta el final por nuestros derechos. Y cuando la muchedumbre vociferante, al grito de ¡A la plaza de armas! ¡A la plaza de armas!, comenzó a devolverse toda hacia el centro de la ciudad, los militares que nos custodiaban quedaron en un momento rodeados y embotellados, a completa merced de la turba. Sin embargo, nadie levantó una mano contra ellos ni hizo el menor ademán de agredirlos. Esa fue sin duda una de las tantas demostraciones del espíritu pacifista que nos movía, y que mantuvimos durante todo el tiempo que duró la huelga.
Luego de llevar a efecto un gran mitin en la plaza Prat, en donde se hicieron encendidas proclamas en contra de los patrones, la consigna unánime fue ir nuevamente hasta la Intendencia. Allí, alarmado por la gritería ensordecedora del gentío, por uno de los balcones del edificio se asomó la figura de don Julio Guzmán García, sorprendido y demudado.
Cuando momentos más tarde nos dirigió la palabra, su tono ya no era el que había usado hasta entonces —por cierto, nosotros no sabíamos aún de su pedido urgente de tropas para el puerto ni del telegrama del Ministro del Interior en el que se le ordenaba reprimirnos con firmeza, «sin esperar a que los desórdenes tomaran cuerpo»—. En una perorata pausada y cortante, llena de despropósitos, el señor Intendente nos dijo entonces, entre otras burradas del mismo calibre, que el dinero para pagarnos no era suyo sino de los salitreros, y que él no podía ponerle una pistola al pecho a los señores industriales para que nos concedieran lo que reclamábamos. Pero mientras hablaba, muchos nos dimos cuenta de que detrás suyo, ocultos entre el cortinaje de los ventanales, los señores Toro Lorca y Viera Gallo, gesticulando y moviendo las manos, le iban dictando una a una las palabras que él repetía como un loro en su discurso. Después, a instancias de nuestros cantos y gritos a favor de la huelga, y de nuestra decisión de no volver a los recintos del hipódromo, hizo subir al comité de obreros para conferenciar sobre lo que se podía hacer con nosotros por el momento.
Cuando después de un rato, José Brigg se asomó por uno de los balcones, el silencio que se produjo fue impresionante. El mecánico anarquista de la oficina Santa Ana, hijo de padres norteamericanos y secretario en la fundación de la delegación pampina de Huara —que a esas alturas, sin mostrarse demasiado, se había alzado como el cabecilla natural de la huelga—, nos informó que las autoridades nos ofrecían dos locales para alojarnos: el convento de San Francisco para los hombres y la Casa Correccional para las mujeres.
Enardecidos, los pampinos contestamos que bajo ningún motivo aceptábamos quedarnos en un convento. Y aludiendo a un reciente y sonado escándalo de homosexualidad entre algunos eclesiásticos del puerto, se oyeron algunas voces ásperas gritando que no querían nada con «cacheros».
—¡El único de acuerdo en alojar con los curas es mi amigo José Pintor! — grita muerto de risa Domingo Domínguez.
—¡Por mí se pueden ir al carajo esos cagacirios! —reclama José Pintor.
José Brigg volvió a entrar a la sala de conferencia. Al salir de nuevo al balcón, en un tonito que sonó mucho más irónico que antes, dijo que ahora se nos ofrecía albergue en el Regimiento Carampangue y en el Regimiento de Húsares. Como a nosotros ese hospedaje nos olía francamente a prisión, lo rechazamos también de inmediato con una gritería ensordecedora.
Al reaparecer por tercera vez, el tono del dirigente había cambiado.
—¡Ahora se nos ofrece como alojamiento la escuela Santa María! —dijo.
Eran las seis de la tarde. De inmediato, luego de aprobar por unanimidad el lugar ofrecido, entonando cánticos y gritando consignas, mientras las comisiones de cada oficina nos pedían orden y compostura a través de las bocinas, enfilamos rumbo al establecimiento escolar.
De modo que cuando Idilio Montano, luego de recorrer kilómetros de playa sin haber encontrado a Juan de Dios, vuelve al centro de la ciudad, lo encuentra casi vacío de gente. Al ver que sus amigos no se hallan por ninguna parte, su corazón empieza a martillarle el pecho desesperado. Y es que mientras recorría la playa preguntando si alguien había visto a un niño de nombre Juan de Dios, de éstas y de estas otras señas, se había dado cuenta de lo muy enamorado que estaba de Liria María. Nunca antes había sentido ese aleteo de pájaros helados que estaba sintiendo en el vientre. Todo en esos instantes le era luminoso. En el reflejo de las aguas veía el brillo de los ojos de su amada y en cada ola oía estallar la flor de su nombre precioso. Pero de improviso, inmerso en su desvarío, había caído en la cuenta de algo que le hizo estremecer todo el armazón de sus pobres huesos: desde el momento en que conoció a Liria María, de eso iba a hacer dos días y dos noches enteritas, nunca había estado tanto tiempo sin verla; nunca se había sentido tan lejos del influjo protector de su ojos hechiceros. Su mente entonces fue presa de un temor irracional. Bastaba sólo que algo ocurriera en el mundo en ese momento para que él nunca más volviera a encontrarse con ella, para que nunca más volviera a verla. Y tan fuerte había sido la sensación de desamparo que embargó su corazón de enamorado, que sintió la necesidad urgente de volver a la ciudad enseguida, de correr sin pérdida de tiempo al encuentro de su mirada.
Cuando alguien en la esquina de las calles Zegers y Linch, le cuenta lo que ha ocurrido con los huelguistas pampinos, Idilio Montano se siente revivir. A toda carrera, casi llorando de emoción, se dirige hacia el establecimiento escolar, a tres cuadras de distancia.
A esas horas la Escuela Santa María se hallaba repleta de gente vociferante. Cada una de las salas de clases era una ensordecedora olla de grillos. En medio de un fenomenal barullo de cantos, gritos, silbidos y llantos de niños, los huelguistas arrumbábamos pupitres, abríamos ventanas, sacudíamos el polvo, demarcábamos territorio, ordenábamos nuestros petates y tratábamos de acomodarnos de la mejor manera posible. La escuela estaba construida para albergar a mil alumnos y nosotros éramos más de cinco mil almas; cinco mil cristianos que, en su mayoría, nunca antes en su vida de pobres habían entrado a una escuela. Mientras algunos clavaban letreros con el nombre de las oficinas respectivas en las puertas de las aulas, otros lo voceaban a grito limpio subidos sobre los tiestos de la basura para que cada cual se ubicara con sus cada cuales. En tanto en los patios ya comenzaban a humear algunas cocinas de campaña enviadas de los regimientos y un par de fogones encendidos en el suelo en donde algunas mujeres se afanaban en guisar nuestra primera comida caliente en varios días.
Sintiendo un fuerte retumbar en el pecho, Idilio Montano recorre la escuela de arriba a abajo. En las salas en donde se han juntado algunos de los huelguistas de la oficina San Lorenzo, nadie sabe darle noticias de sus amigos. Y en las que se han reunido los de la oficina Santa Ana, que es donde hay más gente, nadie ha visto a Gregoria Becerra ni a sus hijos. Obnubilado completamente, el herramentero ya no piensa ni en sus amigos, ni en el niño que aún debe andar perdido por ahí a la buena de Dios, ni en su pobre madre que a esas horas debe estar loca de dolor. Su única obsesión es Liria María.
Las dependencias de la escuela —disponibles en esos momentos porque los alumnos se hallaban en espera de sus exámenes de fin de año—, conformaban una inmensa casona de madera construida en los tiempos en que la ciudad pertenecía a la República del Perú. Cubierta con techos de calamina y un mirador que daba hacia la plaza Manuel Montt, tenía además dos amplios patios de tierra y un gran portón antepuesto a un pequeño jardín adornado con faroles de gas. En el centro del jardín se erguía una pérgola, también de madera, muy similar a los kioscos de música de las plazas pampinas. Al salir a uno de los patios alguien le dice a Idilio Montano que algunos huelguistas se han instalado en unos barracones de la calle Barros Arana, a la vuelta de la escuela, los que han sido cedidos por sus dueños. Pero ahí tampoco encuentra a la joven.
Al regresar de nuevo a la escuela ya está anocheciendo, y la desesperación lo hace pensar cosas cada vez más siniestras. Al traspasar el portón de entrada se encuentra a bocajarro con los dos calicheros a quienes Domingo Domínguez había bautizado como la Confederación Perú-boliviana. Los hombres están bebiendo a escondidas de una botella de aguardiente que el boliviano oculta debajo del paletó. Idilio Montano rechaza el trago que le ofrecen y, con el rostro contrito, les cuenta que no puede hallar a sus amigos. Los hombres le preguntan que si por acaso el paisanito chileno no los ha buscado en el circo. Insultándose entonces y diciéndose a sí mismo que es más tonto que una cuchara de palo, Idilio Montano corre ansioso hacia el circo instalado en una esquina del sitio eriazo que llaman Plaza Montt y que él, al llegar, sólo había mirado de soslayo, casi sin verlo.
En el circo, bajo cuya carpa se ha refugiado un buen número de pampinos —algunos acomodados en los tablones de la galería y otros recostados en el aserrín de la pista—, Idilio Montano divisa a sus amigos conversando con dos hombres de aspecto extraño y una mujer que sostiene un monito encadenado sobre sus hombros. Entre ellos, de pie junto a su madre, el rostro aureolado de Liria María le hace volver el alma al cuerpo. Idilio Montano se acerca aparentando calma, tratando a duras penas de que su corazón ávido no se le salga disparado por la boca. Cuando los amigos lo saludan alborozados, ni siquiera se extraña mucho de ver en medio del ruedo a Juan de Dios, sonriendo inocentemente, como si nada hubiera pasado. Gregoria Becerra, tras disculparse compungidamente, le cuenta a grandes trazos la forma increíble en que encontraron al perla de su hijo y le informa que, como las salas en donde se han rejuntado los huelguistas de San Lorenzo y los de Santa Ana están repletas, ellos han optado por instalarse con gente de otras oficinas en una dependencia al costado derecho de la entrada de la escuela.
Domingo Domínguez los interrumpe para presentar a Idilio Montano con el empresario del circo, don Juan Sobarán, un hombre de gran corazón que generosamente ha cedido su carpa para alojar a algunos huelguistas, dice el barretero. Después, haciendo gala de un afectado desplante social, repite lo mismo con el otro hombre, un individuo que no para de mostrar sus dientes en una sonrisita congelada y que se presenta a sí mismo como Heraldo de los Santos, malabarista, contorsionista y equilibrista de la cuerda floja. Por último, repite el numerito con la mujer que en esos momentos había ido tras el monito que se había zafado de su cadenilla. La joven, una rubia de facciones delicadas y expresión ligeramente anémica, acomodando de nuevo al monito sobre sus hombros, se presenta como Garza Muriela, la bailarina del circo. Y apuntando al gracioso animalito vestido de pantalón azul y camiseta a rayas rojas y blancas, encaramado ahora sobre su cabeza, dice que él es Filibaldo, y que como el joven se habrá dado cuenta, aún no está del todo enseñado. A Idilio Montano la bailarina le parece una fina muñequita de loza.
Luego de las presentaciones, el señor Juan Sobarán, ciudadano peruano avecindado en Iquique, termina de explicarles que el circo ha decidido solidarizar con los huelguistas de la pampa, y que por lo tanto se han suspendido las funciones anunciadas en los volantes para mañana martes. Ante el gesto de decepción de Liria María y de Juan de Dios, el empresario les promete, con aspaventosos gestos de zalamería, que en cuanto se arregle el conflicto, el circo, en celebración de tal hecho, dará una función de entrada gratis para los niños y para toda la esforzada gente venida de la pampa.
El circo Sobarán era famoso en toda la región de Tarapacá no tanto por sus funciones circenses, sino por ser también el escenario de violentos matchs de boxeo. Se decía que su mismo dueño, el cholo Juan Sobarán, había sido campeón de lucha en sus buenos tiempos. Muchos de los huelguistas que prefirieron arrancharse en la carpa habían sido testigos alguna vez, en sus bajadas a Iquique, de las salvajes peleas que allí se llevaban a efecto. Se trataba de encarnizados combates y no de simples tongos ni peleas de boxeadores livianitos como las que solían verse en otras partes. En la lona del circo Sobarán se habían disputado memorables peleas sin tiempo pactado, es decir, hasta que uno de los adversarios se quedara tirado sin aliento en el suelo. El último de estos combates, recordado como uno de los más sangrientos que se hubiesen llevado a efecto, había sido el que sostuvieran, no hacía un año todavía, el inglés James Perry y el norteamericano William Daly. Combate que duró exactamente cuatro horas, catorce minutos y cincuenta y nueve segundos. Los contrincantes pelearon bárbaramente desde las nueve de la noche hasta pasada la una de la madrugada, sin dar ni pedir cuartel.
Después de recorrer la carpa, los amigos regresan a la escuela. Momentos más tarde, cuando sentados a la vera de uno de los fogones se preparan a comer algo «para calentar las tripas», como dice José Pintor, en un descuido de Gregoria Becerra, Idilio Montano por fin puede acercarse a Liria María. Sus ojos negros brillan enfebrecidos.
—Creí que nunca más en la vida la volvería a ver —le susurra al oído, casi temblando.

Mfn Donde viven las historias. Descúbrelo ahora