5

1 0 0
                                    

Apenas el día clareó del todo los soldados dieron la orden de bajar. Entonces, como un lento aluvión humano, los miles de huelguistas que conformábamos la columna comenzamos a descender los cerros emocionados hasta el llanto por la visión de la ciudad que, a esas horas de la mañana, con sus treinta y ocho mil habitantes recién censados, se desperezaba ahíta de sol y de mar allá abajo. Jadeantes, llevando en las manos nuestros pobres zapatos desbaratados, bajábamos los grandes cerros de arena deslumbrados por el fulgor del océano resplandeciendo a todo lo largo del horizonte. Pero aunque grande era nuestro encandilamiento, sobre todo ante el espectáculo formidable de las decenas de veleros de banderas extranjeras surtos en la bahía, nuestros pobres hijos nacidos en las sequedades de la pampa no podían más de asombro y se les atarantaban los ojos ante la inmensidad del mar, pues ni en sus sueños más azules se habían imaginado el esplendor de «tanta agua junta».
Al llegar a la explanada, todo el mundo sintió deseos de echar a correr, de desgranarse por las coloridas calles del puerto que nos esperaba atónito y expectante. Pero los soldados no nos dejaron romper filas. Y arreándonos como a un hato de ganado flaco nos desviaron hacia los recintos cercados del Club Hípico, el Sporting Club, como lo llamaban los más siúticos, enclavado en las afueras del lado sur de la ciudad.
Mientras la mayoría de nosotros, rotos y ajetreados hasta el calambre, acataba en silencio las órdenes de los uniformados, otros refunfuñaban que no éramos ningunos perros apestosos ni criminales sueltos para que vinieran a tratarnos de ese modo. De todas formas, un gran número de hombres y mujeres, de los que tenían familiares o amigos en el puerto, lograron escabullirse por entre la caballería para perderse en medio de los madrugadores grupos de vecinos que aguardaban nuestra llegada encaramados en los postes del alumbrado público, o subidos sobre los techos de sus propias casas de madera.
A toda esa gente rasa de la ciudad, que nos veía llegar con expresión estupefacta, debimos de parecerles una peregrina tormenta de arena proveniente desde el interior del desierto, una extraña horda de bárbaros inofensivos —ellos que esperaban ver rostros patibularios y muecas bravuconas— invadiendo la
36
HTTP://BIBLIOTECA.D2G.COM
placidez matinal de su histórica bahía. Algunas piadosas damas iquiqueñas, todas de familias más bien pobres, se nos acercaban, solícitas, con botellas de agua, panes recién amasados y bolsas de naranjas y mangos frescos, y se largaban a llorar de pura humanidad al ver el estado lamentable de nuestras mujeres y niños más pequeños. Ellos, con sus labios descuerados, la piel de la cara asollamada y enarenados de pies a cabeza, trataban lastimosamente de sonreír en gesto de agradecimiento.
En esos instantes, en el fondo de nuestros corazones, nos sentíamos poco menos que unos parias frente a las miradas compasivas de esa gente que nos recibía con gestos amables y palabras de ánimo. Éramos tal vez los hombres que más duro trabajábamos en la faz del planeta y, sin embargo, ante los habitantes de la ciudad parecíamos ser sólo unos pobres menesterosos dignos de conmiseración. Algunos de entre nosotros se negaban a recibir nada. Ellos eran trabajadores que venían a reclamar lo justo ante las autoridades y no a mendigarle a nadie. Ni menos a robar o a saquear como villanamente se había hecho correr el rumor entre la gente acomodada de Iquique. Tal como días atrás, en el editorial del diario El Pueblo Obrero, se había dicho que en ocasiones los trabajadores del mundo se unificaban en la entonación del patriótico himno de la Marsellesa —no para destruir ninguna Bastilla, sino para hacer frente a la explotación sin control del ensoberbecido capitalista extranjero—, del mismo modo, esa mañana no era otro el sentimiento que nos embargaba a los que llegamos caminando a Iquique. Todos sentíamos que de verdad nos encontrábamos en uno de esos momentos solemnes y dramáticos en que la altivez y la dignidad del espíritu del hombre están puestas a prueba. Y llenos de orgullo nos decíamos que así como en las horas que afligieron a la patria, los pampinos estuvimos listos a defenderla, de igual modo ahora había sonado el clarín que nos anunciaba la hora de luchar en algo mucho más grande, mucho más trascendente, mucho más humano: el conflicto de la miseria.
Una vez instalados en la elipse del hipódromo, y para asegurarse de que no nos desbandáramos hacia la ciudad, el recinto fue rodeado inmediatamente por soldados del Regimiento Granaderos. Tenían razón por lo tanto los que reclamaban airados que más que obreros en huelga semejábamos prisioneros de guerra. Y aunque éramos operarios de distintas oficinas y cantones, y muchos de nosotros no nos habíamos visto antes ni en peleas de perros, estos avatares del conflicto nos unían y hacían compartir como si de verdad hubiésemos sido amigos, compadres o vecinos de toda la vida. Y pegados a las cercas que rodeaban el campo de carrera contemplábamos fascinados el movimiento de la ciudad que, con sus coches tirados por caballos, el pregón tempranero de sus aguadores y sus lentas carretas repartidoras de pan, ya comenzaba a despertarse del todo allá a la distancia. «Parecemos monos mirando para la pista de baile», decían sonriendo los más enteros de ánimo.
A la gente de Iquique que por curiosidad se acercaba a mirarnos —y se quedaba tras las rejas contemplándonos con una mezcla de conmiseración y
37

Mfn Donde viven las historias. Descúbrelo ahora