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El lunes 16, Iquique amaneció ungido de un sol espeso como óleo. La Escuela Santa María se despertó temprano esa mañana y, como una gran bestia de madera, extrañada de sus miles de ocupantes nuevos, comenzó a crujir y a desperezarse lentamente. Su modorra de casona antigua había sido perturbada por el ajetreo de nuestras mujeres que, tal como acostumbraban a hacer en la pampa, y pese al cansancio y a las escaldaduras vivas de la caminata, se levantaron a sus quehaceres con los primeros albores de la aurora porteña.
De modo que a la salida del sol, ya toda la escuela olía a café boliviano y a fritanga de sopaipillas. Los patios bullían de alborozo y animación ante nuestro propio asombro de pampinos agrestes, acostumbrados al silencio y a la soledad del desierto y más bien poco dados al arte de la conversa y la vida social. Sobre todo a esas horas de la mañana. Y en lunes más encima; día en que, como todos los trabajadores de alforjas bien puestas, debíamos de estar sudando la gota gorda machacando piedras en las calicheras, derripiando cachuchos humeantes, manejando el fuelle de las fraguas o atareados en cualquiera de las diversas tareas y oficios de la industria salitrera.
Y tanta era nuestra costumbre de trabajar que los que pudieron dormir algo esa primera noche —pues muchos se amanecieron en vela— se contaban después, casi descuajeringados de tanto reír, los diversos chascarros que se habían vivido esa madrugada al abrir los ojos. Algunos viejos se habían despertado al primer gallo, la hora de su turno en la pampa, y en la oscuridad de la sala, desconcertados por completo, dando manotones de ciego y despotricando como cada mañana contra la explotación y la miseria, habían comenzado a buscar los calamorros y la cotona de trabajo, hasta que alguien, su mujer o el amigo tendido a su lado, los mandaban de vuelta a dormir con un rotundo improperio de calichera. Incluso hubo algunos por ahí, que al despertar en la madrugada y verse acostados con la ropa puesta, imaginando que la noche anterior se habían agarrado una borrachera de los mil demonios —de la que ni siquiera se acordaban mucho— y que se habían quedado a dormir sepa Dios en qué maldito chinchel de la pampa, se levantaron de un salto y, aún medio dormidos, salieron de la sala en penumbras rumbo a su respectivo lugar de trabajo. Al despertarse de golpe en medio de un patio de escuela, completamente desnortados, rascándose la cabeza
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de puro asombro, demoraban su buen rato en darse cuenta en dónde carajo estaban metidos y por qué.
A la hora en que el patio mayor de la escuela ya es un pozo rebalsado de sol, en una de la cocinas de campaña, con su cabello recogido y arrebujado en uno de sus pañuelos de seda, Gregoria Becerra comienza a preparar café caliente para sus amigos. Cuando le sirve el tazón a Olegario Santana, sonriéndole amablemente con su ancha sonrisa de matrona alentada, el calichero alarga sus manos callosas y le da las gracias visiblemente conturbado. Ni siquiera se atreve a mirarla a los ojos. Y es que por la noche, mientras todos yacían durmiendo amontonados en el piso de la sala —las mujeres a un lado, los hombres al otro y los matrimonios con hijos al fondo, lejos de las ventanas por donde pudiera entrarles un mal aire a los niños—, él, con su espíritu desbocado en fantasías de índole no muy santas, se desveló completamente observando dormir a la mujer.
Primero le había maravillado que Gregoria Becerra, acostada junto a sus dos hijos, tendida de lado y con las manos entrelazadas bajo la mejilla, a la manera de los niños, no hubiese cambiado de posición en toda la noche. Y ese detalle, que reflejaba una serenidad interior innegable, le gustó sobremanera al calichero. Y es que él era de esos locos que amanecen durmiendo con los pies sobre la almohada o tirado en el piso a dos palmos del colchón. Cosa que tampoco lo perturba demasiado, porque siempre ha pensado que mientras más viejo se hace el hombre, menos posiciones tiende a adoptar en la cama, hasta terminar quedándose inmóvil y privilegiando la forense posición decúbito dorsal, como preparándose de antemano para dormir el sueño eterno.
De manera que en tanto la mayoría de la gente, rendida y agotada, se quedaba dormida de inmediato, Olegario Santana, contemplando dormir a la mujer, supo que no iba a serle fácil conciliar el sueño. Además, mientras de los patios le llegaba la plañidera música de los operarios bolivianos que se habían quedado pernoctando alrededor de las fogatas, y a su lado sentía los interminables suspiros de amor del joven herramentero —que tampoco podía dormir mirando con ojos de brasas encendidas a Liria María—, desde los cuatro costados de la sala le llegaba el silicoso concierto de ronquidos de los mineros más viejos, interrumpidos de vez en cuando por las voces dormidas de los niños y de las mujeres que hablaban en sueños; las mujeres preguntándose, con la misma desesperanza de cada día, qué diantres iban a hacer de almuerzo mañana, virgencita santa, y los niños —sentándose de golpe y con los ojos abiertos— prorrumpiendo en los improperios que no podían decir despiertos frente a sus padres. De modo que, sin poder pegar los ojos en toda la noche, con la imaginación ya en franco desenfreno, el calichero se había puesto a pensar en cómo sería, carajo, hacer el amor con esa mujer de aura tan plácida, de cuerpo tan blanco y de respiración tan acompasada.
Ahora, mientras bebe el tazón de café humeante y ve a la mujer conversar muy animada con su amigo José Pintor, Olegario Santana se pregunta, ensimismado, que si entre los dos viudos no habrá algo más que una simple
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