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Elevando sus volantines a orillas del mar, Idilio Montano y Liria María, seguidos al talón por Juan de Dios, pasan una de las tardes más felices de sus vidas. A lo largo de la playa hay desparramado un gran número de huelguistas pampinos; hombres, mujeres y niños de distintas oficinas y cantones que, con expresión extasiada, recorríamos la orilla del mar como si de verdad estuviéramos paseando a la orilla de otro mundo. Y es que nuestros ojos, maravillados de azul, no eran capaces de abarcar tanto mar y cielo reunidos. Algunos que decían haberse criado en Valparaíso, y que se ufanaban de ser duchos en la materia, se metían en calzoncillos a mariscar entre los roqueríos, o se quedaban horas tirando lienza, esperando con paciencia infinita coger algún pez orillero, comestible o no, para freírlo y manducárselo ahí mismo sentados en la arena. Otros, metidos hasta las rodillas en las pozas de agua, lavaban afanosamente sus ropas para luego ponerlas a estilar extendidas sobre las rocas más secas, cubiertas de huano de gaviotas. En tanto los que se habían venido de la pampa sin más ropa que la que llevaban puesta, se bañaban con ella para aprovechar de lavarla. Y como casi ninguno sabía nadar, todo el mundo se revolcaba feliz de la vida entre las últimas olas de la orilla, gozando como niños en un porquerizo.
Los calicheros más viejos, esos hombrones hazañosos que se habían quedado en el desierto después de la guerra, y que acudían a la playa llevados nada más que por el urgente deseo de evacuar el vientre al aire libre, tal y como lo hacían en la vastedad de la pampa —pues las letrinas de la escuela no daban abasto para tanto cristiano—, después de hacer descuerpo se tiraban en la arena a contemplar con gran recogimiento esa infinita pampa que conformaban las aguas encrespadas del mar. Ahí, sin siquiera quitarse los calamorros, salpicados por el rocío, muchos de estos patizorros de rostro duro, descubrían que en verdad el gran océano se les parecía mucho más de la cuenta: ellos también vivían rumiando sus recuerdos eternamente y, a veces, tendidos de espaldas lo mismo que el mar, azules de tristeza, salpicaban las arenas del desierto con el ácido quemante de sus lágrimas brotadas de pronto y sin saber bien a cuento de qué.
Idilio Montano y Liria María, corriendo a pie desnudo por las arenas, alegres y alborozados como un par de niños traviesos, responden a gritos a los pampinos provenientes de la oficina Santa Ana, o de la San Lorenzo, que los saludan mano
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en alto y los llaman por sus nombres. Y empujándose uno al otro, cayéndose, levantándose, tocándose, siguen corriendo y elevando sus volantines al viento, mientras Juan de Dios, muerto de risa, les lanza puñados de mar como si fuera confeti.
Al atardecer, dichosos y hambrientos como cachorros de león, con las ropas mojadas y el corazón estilando de júbilo, parten de regreso al local de la escuela. Allí, en el primer patio, entre la trifulca de gente comiendo, fumando y comentando el mitin de la plaza Prat, con la preocupación enfermiza de las madres solas, Gregoria Becerra los aguarda con sendas jarradas de té y unas presas de pescado frito que ha logrado salvar de la rebatiña de los huelguistas más tragaldabas (los patizorros y los derripiadores son los que se llevan las palmas en cuanto a tragonería). Juan de Dios se presenta ante su madre con los pantalones arremangados, los zapatos en la mano y la camisa al viento como un ala rota. Le lleva una estrella de mar como regalo. Liria María, con su piel blanca completamente enrojecida por el sol y la sal marina, viene rozagante de una alegría nueva y ha traído algunos caracoles para jugar a la payaya con ella en las noches, antes de dormir. Idilio Montano, por su parte, despeinado y con el torso desnudo, trae cruzada a la espalda —a la manera de los pieles rojas de las postales norteamericanas— las cañas de los volantines que al final de la tarde habían terminado por despedazárseles con el fuerte viento costero. Mientras Gregoria Becerra los mira comer con apetito voraz, vislumbra claramente —en los ojos bailones de su hija y en el modo de arrastrar el ala del joven Idilio—, que ya le va a ser imposible separar los corazones flechados de esos dos pichones nuevos. A simple vista se ve que no pueden más de felicidad. «Estos se han enamorado hasta la tontera», suspira al borde de las lágrimas.
Más tarde, a la caída del sol, la escuela era un hormiguero de gente conversando en vocingleros corrillos antes de recogerse a dormir. Vestido y afirulado lo mejor que podía cada uno dentro de lo precario de la situación —a falta de agua potable muchos se bañaban en agua de olor y se afeitaban en seco, mojando la navaja con pura saliva—, los huelguistas nos reuníamos en las afueras del edificio, junto al portón de entrada, o en el perímetro de la plaza Montt, frente a la carpa del circo Sobarán, siempre lleno de gente curiosa. Y mientras unos fumaban solitarios y ensimismados, y otros discutían febrilmente de trabajo o de política, y los más ilustrados leían los diarios en voz alta para sus compañeros analfabetos, una legión de vendedores ambulantes, voceando a todo pulmón entre la muchedumbre, se hacían el oro y el moro vendiendo bebidas de colores, frituras, confituras y toda clase de embelecos para comer y calmar la sed. En tanto en el patio de la escuela, embellecidas por las últimas luces del crepúsculo, se veía a las madres más jóvenes jugando a hacer rondas con sus hijas mujeres, mientras en la glorieta los operarios bolivianos y peruanos, con sus duros rostros de piedra, comenzaban a agruparse y a afinar parsimoniosamente sus instrumentos andinos.
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