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Cerca de las cinco de la tarde, después del recibimiento al Intendente, el carretero José Pintor, que en el tumulto de la concentración se había separado de los amigos, llega a la escuela con la noticia del fallecimiento de dos niños pampinos alojados en un galpón de la calle Sargento Aldea. «Son de los que llegaron con nosotros en la marcha desde Alto de San Antonio», dice conmovido el carretero. Que los niños se habían enfermado a causa del esfuerzo y la fatiga del viaje y habían muerto hoy al amanecer. Uno era hijo de un operario de la oficina Santa Ana, antiguo amigo suyo, y el otro, según le han contado, era el hijo único de un trabajador de la oficina Esmeralda. Lo más penoso de todo este frangollo, termina diciendo el carretero al invitarlos a que lo acompañen al velatorio, es que las familias de los niños fallecidos se hayan en la más completa indigencia y necesitan del auxilio y la solidaridad de todos los pampinos de ley. «Espero que al amigo Olegario no le venga dolor de guatita y pueda acompañarnos también», termina diciendo ácidamente José Pintor.
Olegario Santana arruga el ceño.
-¿Y a este qué bicho lo picó? -murmura extrañado.
-Como a usted, pues, ganchito -dice visiblemente malamistado el carretero-, ahora en vez de salir le ha dado por quedarse a pollerear en la escuela.
-Lo que pasa es que José Pintor está celoso, compadre -dice riendo Domingo Domínguez- ¿O acaso no se había dado cuenta?
Olegario Santana no dice nada.
Al llegar al velatorio se encuentran con que la pequeña casa está repleta de pampinos. Además de Esmeralda y de Santa Ana, han llegado acompañantes de varias otras oficinas; tanto así que ya han desbordado la pieza mortuoria, los pasillos y hasta el patio de la casa en donde, en medio de un ruedo de gente conmovida, se oye la voz del cieguito Rosario Calderón recitando: «... nací en una vieja mina I donde no hay aves ni flores I soportando los calores I y el frío que me trasmina I yo mismo labré mi ruina I trabajando sin cesar I contento de acaparar I riqueza al explotador I soy la negra y triste flor I que mi llanto hizo brotar...».
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Allí, en medio de la concurrencia, los amigos se encuentran con Gregoria Becerra y sus dos hijos. Ella también es amiga de la familia de la oficina Santa Ana. «Incluso estuve a punto de ser madrina del niño muerto», dice con rostro acontecido Gregoria Becerra.
Cuando en medio del velorio, los obreros deciden hacer una recaudación para ayudar en los gastos de las exequias, son pocos los que pueden cooperar con dinero en efectivo. La mayoría sólo puede aportar con algunas fichas. Por lo mismo, los amigos se extrañan enormemente cuando Olegario Santana, tras desaparecer por un rato, aparece con un flamante billete de cola larga que dona enterito para la colecta. Ninguno entiende de dónde ha sacado tamaño billete, ni él dice nada.
En el rincón de la capilla ardiente en donde los amigos se han instalado a hacer compañía, se conversa en voz baja sobre el impúdico discurso de los propietarios salitreros tendientes a convencer a los funcionarios del Estado, y en particular a los de Gobierno, de que nuestro movimiento huelguístico no se justificaba bajo ninguna circunstancia. Que lo alegado no era alegable, que carecía de toda justicia. Que además era perjudicial para el erario público, para la integridad del territorio y para la convivencia y el bienestar de la población. «Estos antipatriotas ponen su salario por sobre los grandes intereses del país», reclamaban muy sueltos de cuerpo estos descocados del diantre. Y para redondear todo este sarcasmo, aseguraban que el movimiento era impopular. O sea que, según ellos, la mayoría de la población, incluidos los mismos que participábamos en la huelga, no la deseábamos. Estos caballeritos tenían la desfachatez de decir en los editoriales de sus diarios oligarcas, que los obreros de la pampa ganábamos unos salarios altísimos, que vivíamos muy bien y muy contentos de nuestra suerte. Y que si nos quejábamos era de puro satisfechos. A tanto llegaba el cinismo de esta tracalada de bribones, que habían llegado a idealizar la vida en la pampa asegurando que el clima allí era de lo más agradable que había en el país. Que no hacía ni frío ni calor, y que la mayor parte del día corrían unas brisas más saludables que en el propio litoral.
Alguien en el velorio trajo a colación entonces a Fray K. Brito, un versero barato, portavoz de la burguesía iquiqueña, quien había escrito unas crónicas en donde se decía algo parecido. Decía este tunante, con todas sus letras, que el clima de la pampa era tonificante y benigno, y que no entendía a esos especuladores que la llamaban la «Siberia Caliente». «Es verdad que desde el amanecer -se leía en una de sus crónicas- brilla el sol desparramando sobre la pampa sus rayos de oro y calentando la tierra, pero al fin y al cabo el calor es vida».
-¡Ese no es más que un reverendo hue... mul! -estalla un veterano calichero de la oficina Esmeralda, arrepintiéndose de completar el improperio por respeto a las criaturas muertas. Y tratando a duras penas de no vociferar, ahogado de una bronquial tos silicosa, reclama que ya le gustaría ver a ese poetita
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