Capítulo 16. The Great Pretender

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Dulce y salada. Es así como recuerdo mi infancia.

En su mayoría recuerdo las dificultades que vinieron después de que dejamos mi ciudad natal en Chile, todo lo que mi padre tuvo que hacer después de que esa mujer a la cual nunca conocí nos abandonara, trabajando hasta el agotamiento para mantener a un niño como padre soltero.

No nos mudamos a México en búsqueda de una vida mejor, sino para escapar una que nos llevaría a la miseria, huir del gobierno y de mi abuelo que delató a su propio hijo por participar en grupos activistas. A mi padre ya no le importa nada de eso, no después de conocer a quien pensó que era el amor de su vida en esos grupos solo para quedarse con un bebé cuya existencia desconocía, y cuando tienes esa responsabilidad en tus manos, "cambiar al mundo" viene después, porque tu hijo es tu mundo ahora.

Cuando las cosas fueron de mal en peor, mi padre aprovechó la primera oportunidad que vio y se unió a sus amigos cuando le dijeron que verían a unas personas hasta la cima de Latinoamérica para formar una asociación más grande uniendo fuerzas con compañeros mexicanos; pero de nuevo, a mi padre ya no le importaba, solo necesitaba llevar a su hijo a un lugar seguro y evitar que lo arrestaran y me separaran de él. Tomaría el primero que se le presentara.

No tengo muchos recuerdos de aquella época por razones obvias, pero sí de algunas cosas después de eso y que mi padre también me dijo. Siempre ha sido honesto conmigo sobre su vida, haciéndome saber todo lo que hizo para darme la vida que tengo y que yo la aprecie. Me habló de esos conocidos que entendieron su situación y en lugar de verlo como un traidor a la causa lo ayudaron a construir todo desde cero, también de la mujer que conoció en una reunión de escolares mientras buscaba hacer conexiones para poder ingresar a una nueva universidad y terminar su carrera. Esa mujer es mi madrastra ahora, mi verdadera madre.

No fue amor a primera vista, me contaron que al principio ella se interesó en él por su potencial, su alfabetización y habilidad con los números. Mi padre siempre ha sido un prodigio y todo el mundo lo ve. Ella lo recomendó para una beca y eso fue todo al principio, pero entonces, incluso si no estaban en el mismo campo, a pesar de que ella era una profesora de ingeniería de 30 años y él un estudiante de física de 24 años, siguieron viéndose hasta que se hicieron amigos. Él hacía todo por hablar con ella, por compartir pensamientos con alguien igual de inteligente y con más experiencia en el mundo de las ciencias y matemáticas. Primero se enamoraron de sus mentes, y después, del otro como un todo.

Siempre fue amable conmigo cada vez que venía a visitar la casa que compartíamos con amigos, sin juzgar el lugar en el que vivíamos. Ella era un sol en nuestras vidas que no habían sido lluvia constante por seis años.

Después de que mi padre terminó su carrera y ambos acordaron mudarse a un pueblo pequeño para tener una vida tranquila, volví a llorar como siempre lo hacía, pero ahora tenía a alguien que sabía cómo detener mis lágrimas. Mi padre nunca fue bueno para criarme más allá de darme de comer y mantenerme limpio, pero ella sí, incluso si nunca había sido madre o ni siquiera planeaba serlo. Era buena porque amaba a mi padre, y eso incluía al hijo que crió solo.

Él es una persona seria, pero no menos cariñosa, y prueba de ello es cuánto se ha esforzado por ser un buen marido desde que, finalmente, después de que yo cumpliera once años, le propuso matrimonio. Y como ella tenía más trabajo que él, seguiría siendo el que me cuidaría y se ocuparía de todo lo que ella no pudiera como la limpieza del hogar y la mayor parte de la cocina. Su cocina era y sigue siendo buena, pero todo era comida saludable para darme los nutrientes que necesitaba para crecer, lleno de especias y con su característico sazón, lo único que conservaba de mi abuelo y nuestro país con orgullo. Cuando ella estaba en casa o tenía descansos y jugaba y hablaba conmigo, todo era dulce, su personalidad, su perfume con un ligero aroma floral, y sobre todo la comida que hacía, contraria a la de él. Aunque no fuera una experta como la madre de Dylan, a mi mamá le encantaba hornear en su tiempo libre, y cuando notaron que yo no era como los demás niños aficionados al dulce y comencé a perder el apetito por los platillos de mi padre, cambiaron sus desayunos por unos que lo equilibraran: Dulces y salados. La mezcla perfecta. Ella y él.

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