Extra - Eunice

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Nadie hablaba con la abuela. De ella sí, pero no con ella.

Ningún personal en el hospital supo comunicarle con tacto las malas noticias. Yo me encontraba tan impactado que apenas podía moverme, y la familia Torres había salido por alimentos a la tienda de 24 horas, así que solo una enfermera pudo interpretar las siguientes palabras:

Hijo. Cirugía. Mal. Perdón.

Aguilar es el apellido propio de mi abuela, al cual volvió después de su divorcio. Cuatro solíamos llevarlo bajo un mismo techo antes de esa madrugada.

Lo siento mucho —le había dicho la señora Torres cuando regresaron y se enteraron por palabras del doctor más elaboradas. Con ellos sí le fue posible hablarlo mejor. Les dijo que nos mantuvieran acompañados a mi abuela y a mí cuanto pudieran; les dio el contacto de tanatólogos que podrían orientarnos. Después, en la recepción, el señor Torres recibió un tríptico de una funeraria. Su esposa lo arrebató de su mano y lo tiró, quizá para que mi abuela no pensara en eso aún o porque ella misma seguía en negación.

La abuela y yo no hablamos los días seguidos. No me acercaba a ella, habiendo optado por lidiar con mi duelo en completo aislamiento a pesar de las recomendaciones de la orientadora y las insistencias de mi mejor amigo. Sin embargo, por momentos la escuchaba. En el nuevo silencio de nuestro hogar, sus pasos perdidos de esquina a esquina se habían convertido en un atormentador ritmo melancólico. Sus llantos nocturnos habían reemplazado el sonido de la televisión en el canal de fútbol que mi padre veía después de un largo día en la obra. Las mañanas ya no olían a huevo con frijoles y a café de olla, sino humo, pues constantemente quemaba la comida por estar distraída en su propia cabeza.

Encontramos una solución temporal a la comida gracias a los vecinos que se acercaron después del funeral a dejarnos regalos como gesto de su más sentido pésame: canastas de frutos, pan y conservas, contenedores con platillos para recalentar y un par de postres. Ninguno de ellos intentaba crear conversación. Solo la veían con profunda pena, suspiraban y se iban, dejando una carta en ocasiones o abrazándola si ella lo permitía. Cuando pararon de visitarnos, el padre de Tommy solicitó usar nuestra cocina para ayudar. Supuse que Tommy le había contado lo que estaba pasando; lo noté espiando por nuestras ventanas en repetidas ocasiones.

—Debes aprender a ser autosustentable, Dylan —me dijo el señor Torres mientras me obligaba a observar la estufa—. Pronto cumplirás 14 años. Ya no eres un niño. —Hablaba con un tono firme, pero, en su mirada, que yo no me atrevía a ver demasiado, percibía cierta empatía.

La abuela comenzó a comer de nuevo. No me decía nada ni yo a ella. Yo no quería hacerlo, por ende no se me ocurría que ella sí.

Aproximadamente 3 meses pasaron y comenzaron las peleas. Le gritaba, mostraba profanidades y decía con mis manos cosas por impulso de las que luego me arrepentía.

¡Ojalá hubieras sido tú!

No entendía por qué. Todo se sentía demasiado, mis emociones incontrolables, la paciencia corta. Cada mirada incorrecta o intento fallido de conversación terminaba en mí estallando y ella dándome una manotada a la mejilla, después de lo cual yo salía corriendo para aislarme en lugares donde no pudiera molestarme.

Regresar a clases fue un descanso de verla. Asistía hasta la una de la tarde, iba a natación hasta las cuatro y me quedaba en lo de Tommy hasta las siete. Seguía escuchándola llorar por las noches, pero tenía unos audífonos baratos que la silenciaban lo suficiente para dejarme leer, logrando así ahogar mis incomodidades en música y mundos de ficción escritos.

Mi Faro De LuzDonde viven las historias. Descúbrelo ahora