Capítulo 27. Pantera

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La gata vomita sangre, baba espumosa pigmentada de rojo saliendo con cada contracción de su abdomen.

—¡No! —Tommy se apresura en correr hacia ella cuando sus patas se rinden y cae al suelo, su cuerpo temblando con el inicio de convulsiones.

—¡Pim! —Tara me acompaña a agacharnos a su lado, su rostro pálido, más no tanto como el de Tommy, quien pronto ha entrado en pánico.

—¡Llama al veterinario! —le grita él a su padre.

—No abre en vísperas–

—¡Me importa un carajo! ¡¡Llámalo!!

Mateo duda por un segundo que se siente como una eternidad, pero al final se decide por seguir sus demandas. Corre a la sala y toma el teléfono alámbrico, marcando al número en cuestión mientras Tara va por dos toallas a la cocina y regresa a limpiar la boca de Pimienta y su vómito, dándole la otra a Tommy para que la cargue en sus brazos con cuidado.

—Dylan, —me llama Irene—, necesito que busques la cartilla de la gata. Si no está arriba del refrigerador, busca en el cuarto de Tommy. Yo iré por las llaves y mi cartera. —Y toma camino a las escaleras.

Sin un segundo pensamiento, sigo sus instrucciones. Por suerte, encuentro el libreto delgado con un registro de vacunas encima del refrigerador. Irene regresa en un minuto, Tommy ya tiene a la gata a salvo en sus brazos, esperando en la puerta principal con Tara. Lo único que falta es que Mateo nos dé la señal de irnos.

—Ya marqué seis veces. No contesta.

—¡Pues sigue intentando! —exige Tommy.

—No podemos esperar más y arriesgarnos. Todos a la camioneta —ordena Irene.

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Irene maneja rápido, tan rápido que tengo que agarrarme de la manija en el techo y me cuesta no sobre-pensar la cantidad de accidentes posibles, diciéndome a mí mismo que es una emergencia y todos sus sentidos están en alerta.

—Ya vamos, nena. Aguanta, por favor —le dice Tommy a la mínimamente consciente criatura en su regazo, tocando su pecho después de acariciar su cabeza, repitiendo la acción como si estuviera funcionando en automático—. ¿No puedes ir más rápido? —le pide a su madre.

—Voy a más de sesenta kilómetros, Tommy. Yo también estoy preocupada, pero no los pondré en peligro a ustedes.

—¿Qué habrá sido? —pregunta Tara entre Mateo y yo, asomándose al asiento de co-piloto para ver a la felina.

—No te hagas tanto para enfrente. —Pongo mi palma en su pecho. Menos mal que nota mi inquietud y sigue mi sugerencia, sentándose de vuelta con la espalda pegada al asiento.

—Tal vez la planta de aloe —dice Mateo—. Hace unos días la vi masticando un brazo y tuve que moverla de lugar.

—Solo les hace daño si la comen en porciones grandes. Lo peor que les puede pasar es un dolor de estómago y vómito temporal —contribuyo en un intento de distraerme de la velocidad del auto.

Mateo me da una mirada molesta.

—Tenemos un perro. Lo investigue antes de adoptarlo por las plantas en mi casa.

—¿Era por la quinta o la sexta? —pregunta Irene en voz alta.

—La sexta —responde su esposo.

Ella continúa manejando. Unos minutos después, disminuye la velocidad y dobla en una esquina hacia la derecha para entrar a un vecindario con casas tan grandes como la de los Torres, la mayoría de ellas con las luces encendidas, familias celebrando afuera o visibles desde las ventanas; niños jugando con fuegos artificiales en la calle, a quienes Irene les grita que se quiten del camino y hace sonar la bocina. Es en la única casa con la luz apagada, de dos pisos y con un letrero en alto que dice "Atención médica veterinaria", que nos detenemos y estaciona el auto sin el mínimo cuidado.

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