Capítulo 28. Lazos

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Cualquiera que hubiera presenciado la noche anterior pensaría que tuve pesadillas acerca de lo ocurrido, de un animal inocente al borde de la muerte, de la pena del hombre al que amo o de la velocidad a la que iba el auto.

Pero no.

Mi pesadilla consistió en una mañana normal en la cual me vestía con mi ropa deportiva y preparaba mi licuado diario antes de salir a trotar. Excepto que el licuado, en lugar de frutas y verduras o proteína con chocolate, era de alfileres. Me tragué un montón de alfileres y la mente es tan poderosa que la ilusión del dolor me hace despertar.

Para mi buena fortuna, tal vez los alfileres hayan sido una ilusión, pero no el dolor que dejaron.

—¡Mier...! ¡Ngh! —No puedo ni siquiera expresar mis quejas, simplemente hablar es como rozar una lija en las paredes de mi garganta.

Lo que me faltaba.

Tengo un maldito dolor de garganta.

Tommy, recargado en mi hombro y babeando en mi ropa, mueve su cabeza y hace un sonido cuando me escucha quejarme del ardor. Así que paso saliva –lo cual es inútil porque mi boca está más seca que el mundo lo estará en cien años–, terminando de despertar y enfocando mis ojos en la sala de espera oscurecida.

Hace frío, pero, a diferencia de anoche, es soportable. Debe ser porque nuestros cuerpos están pegados al del otro, aunque cuando bajo mi vista a mi regazo, donde siento mayor calidez, me doy cuenta de que también es gracias a una cobija de franela gris que no estaba ahí antes.

Con mucho cuidado de no despertar a Tommy, retiro la manta de mis piernas, sostengo su cabeza para quitar mi hombro mientras me levanto, y guío su cuerpo laxo a acostarse estirado en el sofá y cubrirlo. Por suerte, hay un cojín solitario que puedo usar para poner debajo de su cabeza y no es necesario sacrificar un tercer abrigo.

Dejo un beso en su mejilla, luego tomo camino al dispensador de agua que en mi imaginación está señalado por una luz de entre nubes blancas y tiene ángeles volando alrededor sonando sus trompetas. Me sirvo un cono con agua, dos, cinco, hasta que el papel se arruga por la humedad y mi estómago me ruega que me detenga o reventará. Eventualmente, la resequedad en mi garganta se reduce, pero la molestia permanece y ahora tengo un dolor de cabeza punzante.

Mi nariz también está tapada.

—Chingada ma... —Al menos ya puedo hablar.

Sin nada mejor que hacer, ya que el sofá está ocupado por alguien que lo necesita más que yo, comienzo a estirar mi cuerpo, rodando mis brazos hacia enfrente y luego atrás, tronando mi cadera y cuello entumecidos por las horas que estuve sentado, y tocando la punta de mis pies con los dedos.

Al terminar, doy tres golpes con mis nudillos a la puerta del consultorio, pero no hay respuesta ni sonido alguno. Entonces, en un intento de ignorar mi desesperación por saber cómo está la paciente detrás de ella, me dirijo a mirar por la ventana entre las persianas.

La camioneta de Irene está en la entrada.

Antes de que considere salir a hablar con ella, suena el celular de Tommy.

Es ruidoso. Sigue teniendo esa canción de metal con gritos guturales y todos los instrumentos existentes sonando al mismo tiempo. No me molesta. Apoyo sus gustos aunque no los comparta todos. Mi inquietud es que lo tiene justo detrás de él sobre el respaldo del sofá, al alcance de sus tímpanos y en riesgo de despertarlo, por lo que corro a tomarlo y respondo sin antes fijarme en el remitente. Por hábito, lo subo a mi oreja.

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