Capítulo 35

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Alessa

El internado Dunloe se encontraba a una hora al norte del aeropuerto de Dublín. En un lugar remoto, con casas rurales, planicies, y montañas lejanas. El auto viró en una calle de piedra y perfectamente arbolada en ambos lados. Un enorme portón de metal se abrió lo suficiente para dejarnos pasar y luego cerrarse, como lo harían en una cárcel. La calle siguió y llegamos a un valet parking ovalado, donde terminaba mi libertad, y comenzaba Dunloe.

Frente a mí y las maletas que tuve que arrastrar por mí misma como una orden de mi madre, se erigía una edificación parecida a los castillos en los que era probable toparse con Drácula. Paredes de piedra, ventanas con monturas viejas y desgastadas, pantas trepando por sus costados, pisos de piedra rugosa que hacía difícil jalar las maletas, y una enorme puerta que fue abierta por una señora vestida con un hábito religioso.

—Sígame, señorita O'Briend —dijo sin saludar, sin soltar sus manos unidas en una posición extraña a la altura de su ombligo.

La seguí tratando de que mis maletas no se trabaran en cada sisa del piso. Si afuera era lúgubre, adentro no se podía esperar algo mejor. Era un lugar muy frio, oscuro y las paredes se te acercaban tratando de leer tus pensamientos. Me llevó por tantos pasillos similares y tétricos que, si la monja no se detiene, no me entero de que llegamos a una habitación con tantas cajas. Se volvió para asegurarse de que la había seguido, giró y se detuvo frente a una enorme mesa donde me indicó subir mis maletas. «Pero, ¿Qué demonios significaba esto?».

—¿Va a revisar mis maletas? —protesté, incrédula.

Al ver que no iba a subirlas, la señora monja, subió las maletas y abrió la primera.

—¡Pero esto es intrusión! —me quejé acercándome—. ¡No pueden hacer esto!

Entonces la monja me miró severa, me quedé quieta. Jamás nadie me había visto así. Me callé, dejando que la monja husmeara en mis maletas, sacando mis encendedores, mis cigarrillos, mi caja con llave donde guardaba la hierba, mi laptop, mis audífonos... absolutamente todo lo que no era ropa. Ahora entendía el montón de cajas apiladas a un lado.

Cerró las maletas vacías y las deslizó hacia mí para que las tomara.

—Sígame, señorita O'Briend —volvió a decir como un autómata.

La seguí. Adentrándonos a otra ala del lugar, el área de habitaciones. Fue hasta entonces que me enteré de que era un colegio solo de chicas, y que, además, se usaba uniforme. Me llevó por los pasillos hasta estar frente a una puerta con el código F12. La monja abrió la puerta, se adelantó hasta una de las dos camas y señaló la mía.

—Su móvil, señorita O'Briend —tendió una de sus manos.

—Pero... —callé. Saqué mi móvil, miré la pantalla por última vez y se lo tendí.

Después de eso se marchó cerrando la puerta tras ella.

Miré la cama, cubierta con esas enormes sábanas de flores musgo y café. Las paredes de madera oscura y la única ventana con exageradas cortinas de techo a piso por la que entraba poca luz. Tomé una respiración. Halé mis maletas hasta impactarlas a un lado de la cama, y me tiré en ella.

Desperté al escuchar que la puerta se abría. Me incorporé cual resorte pensando que era la monja, pero no, era una chica, de esas que llevaban el uniforme de blusa blanca con solapas circulares, vestido azul, y calcetas hasta las rodillas. Cerró la puerta y caminó hasta que me vio.

—Hola —dije.

Era una chica delgada, morena, con ojos castaños y cabello negro enrulado, llevaba el cabello echo una bola en la coronilla. Se mantuvo quieta un instante y luego caminó hasta su cama. Abrió su lado del closet, sacó un pijama, y se metió al baño.

ENTRE NUBESDonde viven las historias. Descúbrelo ahora